viernes 22 noviembre 2024
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Lola y su domador

Ella asentía calladamente y se dejaba llevar hacia el taxi, lejos ya de toda preocupación, abandonando todo el tormento de su vida en ese refugio seguro que constituía el firme brazo que la sujetaba. Fue esa expresión de entrega absoluta en su gesto lo que hizo estremecer a Arteaga de placer como en los viejos tiempos de adolescente, durante los veraneos en Costa Chica al abrigo del mar; revivió nuevamente aquellas  excursiones a Calasola para espiar a la hija de la hippie que se bañaba desnuda casi todas las tardes creyendo que nadie la observaba, cuando en realidad tenía clavada una mirada ávida y ardiente que no perdía detalle alguno de sus movimientos. 
 
Murmuraba el mar su monótona canción de olas y brisa, terminaban su quehacer devorador las gaviotas, cuando Lola  dejaba el caballete sobre el que estaba trabajando en las rocas y se desnudaba despacio para encontrarse con la vida del agua. Las gotas le corrían por el cuerpo como joyas saladas, su piel se estremecía con la luz del sol en fuga, y dos ojos curiosos se aprendían de memoria cada poro de su anatomía: los ojos de un joven y embobado Arteaga.
Parecía inevitable que un día se encontraran cara a cara, y cuando esto sucedió, no hicieron falta muchas palabras: una fuerza salvaje afiló sus uñas para rasgar espaldas, abrió sus bocas para morder labios hasta hacerlos sangrar, tensó sus muslos para apretar los cuerpos en una danza subyugante y feroz de cuya espiral ni aún hoy habían logrado escapar.
 
Nadie supo nunca de estos encuentros eróticos. La hija de la hippie ya tenía fama de rara en el lugar y estaba excluida de todos los círculos sociales.
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