Encendió la radio y se acercó a la ventana. Un lamento en forma de fado la envolvió mientras contemplaba cómo moría el Tajo en el océano. Se sentía profundamente cansada y triste. Su vida se acercaba a su fin. “¿Ha valido la pena?”–se preguntó–.
Era aún muy joven cuando dejó a su familia para ganarse la vida en la ciudad. Aguantó injusticias y con frecuencia se sintió humillada, pero su voluntad y honradez sin fisuras le proporcionaron trabajo y el respeto de cuantos la trataron. Rezó por sus padres todas las noches y envió todo lo que pudo a casa, sin oír nunca una palabra de agradecimiento. Se casó en una pequeña iglesia de barrio porque quería al que sería su marido, así como formar una familia. Él siempre la vio como alguien con quien pasar la noche y desahogar sus frustraciones.
Pronto vinieron las infidelidades, que soportó en la creencia de que los niños serían más felices si ellos continuaban juntos. Aparentó lo que no existía hasta que él se marchó con una amiga mucho más joven. Como le dijeron las vecinas, fue viuda sin pasar por un funeral. Crecieron los hijos y poco a poco se independizaron, olvidándose de ella. Y se encontró sola. Achacosa, anciana, triste y desoladoramente sola.
Se hizo el silencio en la habitación.