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27 de julio de 2014, domingo XVII del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mensaje de las lecturas
· Primera lectura: 1º Reyes 3, 5.7-12.
· Salmo responsorial: Salmo 118 ¡Cuánto amo tu voluntad, Señor!
· Segunda lectura: Romanos 8, 28-30.
· Evangelio: Mateo 13, 44-52
El Reino de Dios como un tesoro escondido

Si cualquiera de nosotros quisiera ponerse a exponer los secretos del Reino de Dios, ése al que consagró Jesús sus mayores y mejores esfuerzos, seguramente necesitaríamos de muchas palabras, de abundantes reflexiones teológicas, de tratar de encontrar en distintos libros algunos ejemplos que  ilustraran la búsqueda… 

Por el contrario, la lectura del fragmento del evangelio de hoy nos muestra que nos es así en el caso del Señor. Jesucristo es un magnífico comunicador. No necesitó formarse en el aula de ninguna universidad para conocer el secreto de cómo transmitir bien las cosas, de hacer comprensible el mensaje. En este caso la verdad de los misterios del Reino. 
Y vemos que lo hace tomando un género literario, el de las parábolas, ése que permite sencillamente encontrar en las cosas que todos conocemos, en la realidad que nos rodea cada día, ejemplos que iluminen lo que se quiere explicar. Jesús lo hace con frecuencia, y en la mayoría de los casos nos ofrece una gran luz para que comprendamos la realidad del Reino de Dios. Así, utiliza varias en el texto del evangelio de hoy. Pero yo quiero centrarme en la primera, en la nos habla del Reino de Dios como “un tesoro escondido”. 

La mayoría de nosotros hemos escuchado a nuestros mayores hablar de grandes leyendas de nuestra tierra, donde ellos nos contaban como increíbles tesoros habían sido escondidos por los más antiguos habitantes de estas tierras:  Alguna sima lleva el nombre de la “Cueva del Tesoro”, porque allí algún caudillo moro había escondido su tesoro, esperando recuperarlo algún día. O como esos tesoros escondidos formaban parte de algún paraje del Torcal, de las inmediaciones de la Peña de los Enamorados, o incluso en las cercanías de nuestros dólmenes. 

Pues esas aventuras de la infancia, hoy tiene sitio en el evangelio. Pero como ocurre en la vida cotidiana, que al crecer dejamos atrás esas “aventurillas” de infancia, también parece ocurrir en el campo de la fe, cuando buscamos unas seguridades y unas certezas que difícilmente vamos a encontrar. 

Así podemos comprobar en nuestras propias carnes que se nos olvida la primera actitud del creyente, que no es otra que la búsqueda de Dios: que hoy y toda nuestra vida tenemos la tarea ineludible de buscar el tesoro de la fe. 

La persona satisfecha de su vida, de lo que es y de lo que tiene, normalmente cree que no necesita nada, ni a nadie. Incluyendo en ese “nadie” a Dios mismo. Quien no tiene sed, no se pone en camino hacia la fuente. Quien se cree que lo tiene todo, o que tiene lo suficiente, pasa por alto estos primeros pasos de la fe, no se ve motivado a comenzar una búsqueda muchas veces laboriosa.

Sin embargo, el que va caminando en la expectativa, quien tiene los ojos y el corazón despiertos, a veces se encuentra con la sorpresa de descubrir aquello que ni por su imaginación se había pasado: el verdadero Amor, a Dios mismo. 
Por eso nos dice la parábola, que quien lo hace, quien lo descubre, no puede seguir igual. Quien encuentra al Señor en su vida, descubre que desde entonces todo ha cambiado, su vida y su realidad son nuevas y se ven siempre bajo el prisma del amor. 
Aunque eso tenga otros costes. Aunque haya que dejar cosas valiosas y queridas para poder “comprar el campo” y hacerse con el tesoro. Como dice el bueno de San Pablo: “todo lo estimo pérdida comparado con Dios” (Fil 3,8).
Ojalá que con la ayuda y el ejemplo de María, nos admiremos de ella, que encontró el verdadero tesoro, consagrando  a Él toda su vida, imitando su ejemplo de vida en Dios. 
Que Dios os bendiga y tengáis todos un feliz y santo Día del Señor.
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