No es fácil creer en el fragor de la prueba; más bien, es muy difícil. Como a Elías, huyendo de la perversa reina Jezabel. Para este profeta le va la vida en ello. El desierto por el que huye es aterrador: desolación, sequedad, y agotamiento; abrasado por un sol inclemente; una sed ardiente y unas ganas invencibles de morir, deseando vivir.
Algo parecido les pasa a los apóstoles: la barca se hunde azotada por las olas; tiemblan y temen seriamente por su vida. ¿Dónde estará Jesús? Es tal la intensidad del miedo que no le reconocen cuando se acerca a ellos caminando sobre el agua, algo inesperado: ¡Imposible que fuera Jesús! Ni siquiera basta su mensaje tranquilizador, –¡No temáis, soy yo!– para vencer la falta de fe de Pedro, a la primera dificultad. Y es que la historia de Elías y la de Pedro es la eterna historia del hombre!
La historia cristiana ha estado jalonada de muchos elías y pedros; por supuesto han existido muchas jezabeles y herodes, pero a éstos, al fin y al cabo, nunca les ha interesado Dios. Lo triste, lo doloroso, lo incomprensible es la existencia de tantas personas, entre ellos tantos cristianos de hoy que, cuales nuevos elías y pedros, están fuertemente inclinados a mirar hacia atrás y a torcer el gesto, cuando no a elegir un camino diferente, al amanecer de la prueba o al inicio de la tormenta. Porque en la vida de todo ser humano, más tarde o temprano, aparece la prueba; su frágil existencia es reciamente sacudida por la terrible soledad de un desierto sin horizonte final o el fragor de una tormenta aterradora. Unas veces se presenta en forma de enfermedad incurable; otras, la muerte de un ser querido; tal vez irrumpe en la propia experiencia los efectos devastadores de una catástrofe natural; o una situación económica desesperada con su estela de inseguridad, amarguras, sinsabores…
Pues bien, las lecturas de este domingo nos ofrecen una consoladora respuesta; no al estilo humano, como desearíamos, sino al divino, que no siempre coinciden. Dios, lejos de cruzarse de brazos, nos la ofrece siempre y en plenitud. Pero sólo una actitud de fe confiada, total, que se abandona al Dios Padre con la fuerza y la luz del Espíritu nos conducirá a la reflexión sobre la figura del Dios crucificado, que asume su condición de varón de dolores, experimentando en toda su crudeza la fragilidad de nuestra realidad humana. La cruz de Jesús es una parte esencial de la respuesta de Dios a la crudeza de la vida humana. Y en su cruz se contiene el germen del talante cristiano como exigencia y compromiso.