El caso de la cúpula directiva de una Caja de Ahorros madrileña, ha sido una más de las gotas que están colmando la paciencia de los españoles. Sobre todo de aquéllos a los que no da un respiro el teléfono reclamando deudas, plazos de hipotecas y de préstamos, no porque no quieran –que ese suplicio del teléfono amenazador no hay quien lo soporte— o no paran de recibir excusas cuando solicitan un préstamo, que es para lo que nacieron las Cajas –aunque muchos o no lo saben, o lo han olvidado, o no les da la gana cumplirlo— o de quienes se ven sorprendidos por “ofertas ventajosas”.
Que miembros de un Consejo de Administración, que normalmente no hacen sino asentir a lo que propone el jefe, se aprovechen de esas llamadas tarjetas opacas, cuando está clarísima su “transparencia” (robo, latrocinio, lo que prefieran), es inmoral, y en nuestra ignorancia pensamos que hasta delictivo. Porque no hablamos de una comida o un viaje, para el que tiene sus dietas, que quién las pillara, es pagarse lujos exprimidos del esfuerzo de trabajadores, pensionistas, comerciantes, pequeños ahorradores. No hablamos de los “regalos” que se reparten antes de los Consejos, en Navidades y similares; hablamos de gastos innecesarios de verdaderos lujos, de viajes, de…
Nos exponemos a que nos llamen antiguos, pero todo eso, si se piensa bien, no es sino el fruto de la falta de algo que unos llamarán religión, otros moral, otros vergüenza. En plena vigencia de aquellos planes de estudios de no hace tanto, se estudiaba que el hombre, sin asomarse al balcón de la Religión, en su interior, tiene algo que le dice lo que está bien o lo que está mal; lo que debe o no de hacer; y el hombre, incluso el primitivo, sabía obrar de acuerdo con esa ley interior. Vino luego la Filosofía, y aclaraba dudas, aplicando la Moral, que más tarde la Religión completaría con esos Mandamientos que no son sino la materialización de todo lo anterior, desde su punto de vista, desde su óptica.