Un grupo de estudiantes universitarios decidieron dedicar cuatro semanas de sus vacaciones de verano a ayudar en un hospital de un remoto lugar de África. Uno de ellos contaba a la vuelta lo que habían vivido allí.
“Todos entramos en aquel lugar. No había muebles, poca luz. Camas llenas de niños enfermos y lloriqueando. Nos recibieron las Misioneras de la Caridad con sus hábitos blancos y azules.
Yo me quedé bloqueado, en mitad de la habitación. Nunca había visto nada así. Mis compañeros se esparcieron por las estancias, siguiendo a distintas monjas, que requerían su asistencia.
Una Hermana me preguntó en inglés: ¿Quieres ayudar? Sí, le dije. ¿Ves a ese niño de allí, el del fondo que llora? Lloraba desconsoladamente, pero sin fuerza. Sí, ése (le dije señalándolo).
Bien: tómalo con cuidado y tráelo. Lo bautizamos ayer. Lo noté con una fiebre altísima. El niño tendría un par de años.Ahora tómalo y dale todo el amor que puedas. No entiendo, me excusé. Que le des todo el cariño de que seas capaz, a tu manera.
Y me dejó con el niño. Le canté, lo besé, lo arrullé… dejó de llorar, me sonrió, se durmió. Al cabo de un rato busqué llorando a la Hermana. Hermana: no respira. Ha muerto en tus brazos… Y tú le has adelantado quince minutos con tu cariño el amor que Dios le va a dar por toda la eternidad. Entonces entendí tantas cosas: el cielo, el amor de mis padres, el amor de Jesús, los detalles de afecto de mis amigos. Supuso un antes y un después en mi vida”. En este Año Nuevo que acabamos de comenzar podemos pararnos y mirar nuestra vida con sinceridad y valentía. Preguntarnos si queremos también nosotros “adelantar con nuestro cariño el amor que Dios quiere dar a las personas que están cerca de nosotros”.
Preguntarnos cómo andamos de amabilidad, de simpatía, de delicadeza en el trato, de perdón, de misericordia. Preguntarnos si sonreímos a las personas que se cruzan en nuestro camino. Podemos pedirle al Espíritu Santo que nos conceda el sorprendente talento de comprender lo que sucede en el interior de las personas. Que las personas que nos rodean piensen en nosotros cuando necesiten unas palabras de consuelo o un rato de conversación. Eso, ¿cómo se consigue? Primero, hay que pedirlo a Dios. Después, con cosas concretas, pequeñas, pero que la gente nota: la forma de saludar, el tono de la voz amable y comprensivo, el modo de interesarse por un detalle personal… Esas cosas que hacen que el otro se sienta comprendido y valorado.
Nuestro Señor quiere que tratemos así a los demás, que cuidemos así de su viña. Nos ha enviado para que otras personas también prueben la bondad de Dios. Nos relata el Evangelio que a la puesta del sol, todos cuantos tenían enfermos de diversas dolencias se los llevaban a Jesús; y, poniendo Él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba. Salía de Él una virtud que sanaba a todos. Entre esos “todos” habría de todo: unos que le querrían y otros que no… Pero Jesús no hacía distinción, no hacía acepción de personas: ¡los curaba a todos! ¿Qué es lo que hay que aprender? Quizá a ser más humanos y a reflejar la Bondad de Dios. ¿Reflejo yo la Bondad de Dios?
Con la cara pegada al suelo, las Misioneras de la Caridad rezan una oración que la Beata Teresa de Calcuta escribió en un momento difícil de su vida: “Cristo Jesús, Tú que demostraste tener tanta compasión y amas a las multitudes desamparadas, que derramaste tu amor sobre los leprosos, enfermos, lisiados, hambrientos y prisioneros; Tú que les cuidaste y hablaste con amor y les diste la esperanza y les prometiste la Bondad de tu Padre Celestial, ven en nuestra ayuda y socórrenos; ayúdanos a difundir tu misericordia por todo el mundo”.
padre José María Valero