Por motivos familiares, que son bastante propios, aunque los queramos diluir y colocarlos a alguien próximo para que nos molesten lo justo, tengo que coger con frecuencia el autobús con destino Mollina. Cierto que está a la vuelta de la esquina y el viaje apenas dura quince minutos, pero la espera del transporte se hace interminable y dura. Un sol que nos derrite y ciega la visión es el más fiel compañero en la estación. Poderoso y fuerte penetra con poderío hasta en las estancias contiguas al acceso, la gente se desparrama por las escaleras, entre unos asientos de plástico o buscando algún vestigio de sombra entre las idas, paradas y transbordos.
Ni una sola marquesina que pueda paliar la situación incómoda y sofocante. Supongo que el arquitecto quería dejar constancia en la ciudad de una gran obra, y, sabedor de antemano que nunca iba a ser un usuario, a explotar el complejo de megalomanía que rodea a quienes están cerca o palpan el poder. Pensarían de otra manera si a las doce, tres o cinco de la tarde tuvieran que hacer una pequeña cola, y, entonces; el lavado de cara no iría para para menguar la fealdad de las cosas si no pensando en las personas. ¡Qué acomplejados se vuelven los políticos! Necesitan dejar huella de su mandato a ser posible grande, monumental y poco útil, porque no está bien pensada, solamente negociada sin mucho criterio; el justo que da el dinero.
¿Cómo no nos echamos los antequeranos a la calle para evitar que la estación del Ave esté en tierras de nadie? Y más grave aún, ese feísimo Palacio de Congresos que parece despedido en un solar yermo y abandonado se tragara tantísimos millones ¿para qué? ¿quién se beneficia de tanta tropelías? La crisis ha servido para que no se hagan más barbaridades, pero lo que es factible de mejorar, los ciudadanos lo vamos a reclamar. Y la llamada de atención para que den una solución inmediata en la estación de autobuses no ha hecho más que empezar.