Mensaje de las lecturas
· Primera lectura, 2ª Reyes 4, 42-44.
· Salmo responsorial: Salmos, 144. R.- Abres tu la mano, señor, y nos sacias.
· Segunda lectura, Efesios 4, 1-6.
· Evangelio, Juan 6, 1-15.
La actividad de Jesús, en torno del Lago de Galilea, no ofrecen muchas de las páginas más hermosas de toda la actividad misionera del maestro. Es el lugar donde comienza la misión de Jesús y donde llama a sus primeros discípulos, aquellos pescadores del mar de Tiberíades que desde entonces acompañaron al maestro.
En aquel lugar tan conocido y queridos para ellos es donde ocurre el pasaje del Evangelio de hoy. Se sitúa la acción en la primavera de Palestina, una época en la que como ocurre con nuestros campos, se llenaba de hierba las laderas de las orillas del Mar de Galilea, y hacía de aquel rincón, un auditorio confortable para sentarse a escuchar al maestro de Nazaret hablar del amor de Dios.
Oyendo sus enseñanzas, nos aparece una realidad que muchas veces nos acompaña en la vida de fe: Dios escribe derecho en los renglones torcidos de nuestra vida y de nuestra historia. Una situación de dificultad, de necesidad, aparece la oportunidad para glorificar al Señor.
Aunque al mismo tiempo, manifiesta el gran pecado en el que caemos tantas veces los creyentes: queremos mucho a Dios, pero a la hora de la verdad sólo confiamos en nuestras fuerzas, en todo lo que nosotros somos capaces de hacer. Y así nos va la mayoría de las veces, cuando vemos que no somos capaces de llegar a donde queríamos, porque hemos perdido el norte. Como decía san Ignacio: “haced todas las cosas como si dependiera de nosotros, pero sabiendo que siempre Dios está detrás de nuestra vida”.
¿Por qué digo esto? Por el milagro que nos relata el Evangelio de este domingo. A cualquiera de nosotros, y a los mismos discípulos nunca se nos hubiera ocurrido actuar como lo hizo el Señor. Nuestra manera de pensar es la de “doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo”, que con nuestras fuerzas podemos solucionarlo todo, que con el dinero podemos comprar la solución.
Y de esta manera, se nos olvida el milagro del compartir, de poner a disposición de los demás lo poco que tenemos. Un poco de pan y un par de peces no dan de comer a 5.000 personas. Pero muchos pocos compartidos, el compartir todos nuestros pocos, dieron de comer a todos aquellos que ya habían llenado el corazón con el amor de Dios al escuchar a Jesús.
Pero con un elemento que siempre se nos muestra próximo a nuestra vida: hay un gran paralelismo entre la manera de actuar de Jesús y sus discípulos en este relato y el centro de nuestra vida de fe, con la celebración de la Eucaristía: el Señor nos reúne en torno a Él, y a través de sus discípulos se nos da para alimentar nuestra vida, para fortalecer nuestros pasos vacilantes, con el alimento de su Cuerpo.
Porque en cada misa actualizamos también esta “multiplicación de los panes”. Cristo, que se nos da como “Pan de Vida”, lo hace, sobretodo, para saciar el hambre de la Humanidad, de la Iglesia, de todo hombre. Porque celebrar la Eucaristía es siempre una invitación a vivir desde la propuesta de Cristo, aquella que nos invita a compartir más y mejor la fe, el amor, el pan, y también la riqueza del mundo.
Por eso a nosotros, como a sus discípulos entonces, nos queda la responsabilidad de poner de nuestra parte lo mejor que somos y tenemos, para poner en marcha esta dinámica salvadora. Porque también hoy la gente tiene hambre, y no sólo del pan material; hambre de palabra y de espíritu, de dignidad y derechos humanos, de cultura y desarrollo, de paz y justicia, de solidaridad. Haciéndolo en estas claves, haremos posible que se cumpla uno de los profundos deseos del Maestro: que este pan sea el pan de todos y que nos haga acercarnos al Padre, que nos da este pan para la vida eterna.
Hermosa invitación, que podemos recordar cuando nos acerquemos a comulgar en este día del Señor. Feliz y santo domingo para todos. Que Dios os bendiga.