Con una mano dentro del bolsillo del pantalón, David contempla el viejo muro que un día, hace muchos años, lució majestuoso presidiendo el pueblo. Eso al menos dice la abuela, que es la encargada de contar historias antiguas. Aquellos ladrillos resquebrajados sirvieron una vez para proteger una enorme mansión, testigo de brillantes fiestas, que enloquecía a los vecinos. Ahora en las grietas viven las arañas, escondidas a la caza de insectos. El niño de ocho años queda hipnotizado por el temblor de un abejorro agonizante en una telaraña. Después, contempla las huellas que los gamberros han dejado impresas. No se molesta en leerlas a pesar de que sabe hacerlo muy bien, para eso es el más listo de la clase.
Saca del bolsillo el bote que ha tomado prestado del cuarto de su hermano mayor, que a esta hora estará jugando al fútbol con sus amigos. Lo agita, como ha visto hacer en una película, y enseguida comienza a formar las letras. Julia, que pasa por ahí diariamente de ca-mino al colegio, comprenderá enseguida.
Por temor a que lo pillen, escribe presurosamente. Al fin, mira satisfecho un instante antes de salir corriendo. Sobre insultos, dibujos obscenos y símbolos políticos, una frase azul se ha hecho dueña de la pared: I love you so much.