Carmen estaba preocupada y cansada. No sabía con quién compartir su inquietud. El día había sido agotador. Antes de acostarse, rezó por sus seres queridos y también por sí misma, deseándose suerte esa noche.
Miró con desconfianza a un lado y otro de la habitación. Comprobó que puerta y ventanas estuvieran bien cerradas. Destapó la cama, acomodó su almohada y apagó la luz diciendo, «que sea lo que Dios quiera».
En la penumbra, trataba de aferrarse con la mirada a los detalles conocidos. Pensaba que sería otra noche de pesadilla. Le aterraba las horas que le separaban del día siguiente. No se había quedado dormida cuando sintió aquel ruido infernal en la lejanía. Se colocó en un lado de la cama y se tapó con la sábana. Sacó la mano derecha y la puso extendida al lado de su rostro. Los latidos de su corazón se aceleraban, mientras contenía la respiración. Se quedó paralizada; estaba sudando.
Aquel extraño lenguaje se hizo cada vez más claro y cercano. La habitación parecía una caja de música malsonante. El enemigo avanzó. Primero trazó repetidos círculos planeando en torno a ella. Unas veces estaba sobre sus pies, otras a su espalda. En la oscuridad, era imposible ver el más mínimo movimiento. Por ello, adoptó una posición felina en espera de recibir su visita.