Sirvió a unos jóvenes para embadurnarse en protesta por la llegada de los Sanfemines. Hay quien no está de acuerdo con el maltrato animal y no pierde ocasión para defender una causa que le parece justa. Les acompaña la razón y la lógica. Y me parece que, si no con tanta razón, pero con el peso de la tradición, los defensores de la fiesta también tienen que ser oídos. Pamplona le debe mucho a su fiesta, y ésta a su ciudad. Se quieren siempre, pero unos días al año se abrazan vestidas de blanco y rojo para ofrecer un espectáculo al mundo, donde el atrevimiento, la destreza, el miedo, la osadía y el envalentonamiento que ocasiona el alcohol, se conjuran para correr delante de unos astados, que sientan a horas tempranas, a muchos seguidores de todo el mundo ante el televisor.
Y vivirlo en su ambiente es algo difícil de olvidar y siempre queda el deseo de volver. Quizá haya contado alguna vez mis simpatías hacia esa fiesta. Volvería con los ojos cerrados y repetiría el madrugón de algunas horas antes del encierro de las ocho, donde unas vallas de madera rústica y sin apenas pulimentar, me sirvieron de asiento esperando el momento. El mundo lo estaba contemplando, en vivo y en directo, porque había gente de todos sitios, por alejados que estuvieran geográficamente.
La canción al Santo, el cohete y en un segundo pasan los toros, que se pueden contemplar poco más que su cornamenta, los pasos de los mozos, los cabestros de guía, el silencio del público, apenas interrumpido durante el recorrido y el recibimiento en una plaza llena hasta la bandera, envuelta en aplausos y alegría. Mi torpeza para describir no merma nada el sentimiento que produce su contemplación. Es una verdadera maravilla.