· Primera lectura: 2 Mac., 7, 1-2, 9-14. Dios mismo nos resucitará.
· Salmo. 16, 1. 5-6, 8b y 15R. “Al despertar me saciará de tu semblante”.
· II Tes., 2, 15-3,5: “… Dios nos ha regalado… una gran esperanza”.
· Lc 20, 27-38: Dios es un Dios de vivos…”
Las lecturas de este domingo trigésimo segundo nos invitan a profundizar una vez más en el don maravilloso de la vida; y eso, desde dos perspectivas de resurrección que se revelan con una carga evangélica de densidad fecunda y enormemente profética; es decir, a la luz del Dios de la vida que resucita a su Hijo y nos resucita a nosotros. Entender la sed divina de que el hombre viva no es difícil, pero puede resultar muy complicado, pues apela a nuestro esfuerzo y talante de cristianos coherentes y comprometidos.
El mensaje de este domingo es claro: ante todo nuestro Dios no invita a ser testigos de la vida, de la pasión por la vida, del encanto de la vida, de la lucha por la vida. Y esto lo podemos hacer de dos formas. Primero denunciando, con nuestra palabra las dinámicas de muerte, como la violencia, la agresividad, el egoísmo, el odio, la codicia y avaricia generadoras de desigualdades hirientes y chirriantes que generan muerte y miseria, hambre y desolación; o las violaciones de los derechos humanos en todas sus formas, las guerras, los campos de concentración, las penas de muerte, la destrucción de la vida iniciada en el seno materno o la provocación artificial de la muerte en el estadio final de la vida terrena.
Pero también el Señor nos invita a ser testigos de esperanza con nuestra vida, con nuestro ejemplo; el cristiano, al mismo tiempo que denuncia, anuncia el mensaje del evangelio de la vida, el amor sin condiciones, sin excepciones, sin exclusividades; sin distinciones de raza, nacionalidad, o cultura, fomentando el respeto, la dignidad, la solidaridad, la cercanía, la compasión y la misericordia.
De esta forma asume, desde su condición de bautizado, el morir a todo lo que signifique pecado contra Dios y contra el hombre; y así también resucita a una vida nueva acorde con ejemplo y la palabra de Jesús a través de una relación con Dios basada en el amor, necesariamente extendida a todo ser humano en términos de fraternidad.
Con este talante y en esta experiencia de vida evangélica el cristiano, su vida, se convierte en el instrumento más formidable para instaurar el Reino de Dios allá donde vaya y se encuentre; desde ese talante expresa con su vida que Dios es amor, que el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, el tuyo y mío, el Dios que vivifica, es el Dios vivo en el que confía; con esa actitud testimonia que, después de esta vida perecedera, resucita para siempre a un existencia de luz y gloria; desde esa vivencia entiende que esa resurrección final se adelanta ya en nuestra condición de personas a través del bautismo en una vida transformada en tarea de muerte al pecado y a una resurrección a la gracia, a Cristo, al amor.
Esta afirmación evangélica debería bastar para definir la actitud y el talante cristiano en un contexto sociológico como el que nos toca vivir hoy, y que tiene características algo o muy contradictorias.
La pasión de vivir: siempre ha existido un instinto y un ansia de vida imborrable en lo más profundo del corazón humano; pasión y vivencia que condiciona las más importantes iniciativas y dinámicas presente de formas diferentes a lo largo de la historia humana. Los esfuerzos científicos, a través de la medicina, y las innumerables iniciativas de asistencia social.
Es innegable que son muchos los que se dedican de una forma u otra a iniciativas sociológicas y caritativas de gran envergadura humana que tiene como destinatarios privilegiados a los más pobres, los más desprotegidos, los más débiles y los más expuestos. Pero también es verdad que esta categoría de hermanos representan a la clase más golpeada por la pobreza, la segregación, la discriminación, la violencia y la muerte, algo absolutamente contrario a la enseñanza de Dios que se apasiona por la vida del hombre, haciendo de ella su gloria y su enseña.
Pues bien, las lecturas de hoy son un canto a la vida, después de la muerte, pero también como actitud personal de cada uno hacia los demás: la no nacida, la inocente, la que se destruye, se banaliza, por ley o por la ley particular de cada uno… El Dios de la vida.
padre trinitario Domingo Reyes