Tengo una habitación privada en mi casa. Está llena de color gris y blanco. La monotonía que podéis suponer no lo es, pues los lomos de los libros le aportan un toque de color de lo más variado. Del techo al suelo, o del suelo al techo, como prefieran. También la mesa de nogal, abarrotada de libros, contribuye a romper el silencio de una libertad escrita. Negro sobre blanco.
En la puerta de mi camerino no hay una estrella y tampoco está escrito mi nombre en letras doradas. Pero los habitantes de mi hogar saben que ése es mi espacio. No hay caprichos extraños en su interior como sí los hay en la de actores o cantantes que piensan que siendo así de extravagantes, su voz o su texto sonará mejor. Pues bueno.
No lo lleno de orquídeas blancas, ¡me ahogaría el olor! y mis estornudos despertarían a la vecindad. Tampoco tengo fuentes de frutas alineadas en sincronía cromática como siempre pide Elton John.
Tampoco soy quisquillosa con la temperatura o la luz. Adoro la natural y un flexo de noche. Una pequeña estufa delante de mis pies,por si el viento que entra por la ventana se vuelve gélido. Si me lo permiten, el único exotismo que siempre tengo que tener a mano es una o dos botellas de agua.
La vida no tiene para mí exactitud, por eso la amo. Que aburrida sería si no entraran los ruidos de la calle en mi mente, cruzándose, de vez en cuando, con párrafos novelescos que tecleo en mi ordenador. A mi derecha apoyada en la mesa, una de mis guitarras. Es paciente, espera que en algún momento la libere de su rígida y severa funda y arranque acordes olvidados que vuelven a estar presentes en mi memoria. No quiero hablar hoy de política o de injusticias flagrantes. Para el dolor, hoy, me inspirare en los refugiados cubiertos de ignominia y frío.
