Sonrió satisfecho al ver su vehículo aparcado delante del restaurante donde acababa de cenar. Si no lo era, se le parecía mucho. Misma marca, mismo modelo, mismo color, mismas dimensiones. No, eso no, este le resultaba mucho mayor. Endiabladamente gigantesco sería la expresión que hubiese utilizado de haber verbalizado su pensamiento.
El chófer abrió la puerta y le ayudó a subir. Mientras entraba siguió dudando de que se tratase realmente de su coche. Le recordaba a las elegantes limusinas en las que solía llegar a la ceremonia de entrega de premios de la Academia.
A pesar de la familiaridad del colorido del habitáculo, él mismo ordenó cambiar el siena tostado de la tapicería original por el extravagante ocre dorado que ahora tenía ante sus ojos, su extrema amplitud le resultó extraña e inquietante. Unas voces que aumentaban de intensidad por momentos le sacaron de su ensimismamiento. Antes de que el chófer cerrara la puerta un grupo de admiradores, que lo había reconocido, se acercó para pedirle un autógrafo.
El guardaespaldas del actor se interpuso y la propia estrella del celuloide se disculpó alegando que era incapaz de sostener una pluma o un bolígrafo de semejante tamaño.
Acérrimo defensor del método Stanislavski, aún estaba sufriendo las secuelas de la última película que había protagonizado: Aventuras y desventuras del extraordinario hombre menguante.