· Primera lectura: Is. 49, 14-15: “… Yo no te olvidará…”
· Salmo responsorial: Salmo 61, 2-3, 6-7, 8-9ab: “Dios es… mi esperanza, mi roca, mi salvación”.
· Segunda lectura: 1Cor, 4, 1-5: “… servidores fieles…”
· Evangelio: Mt 6, 24-34: “No podéis servir a Dios y al dinero”
Las lecturas de este domingo VIII del tiempo litúrgico ordinario ofrecen un denso, amplio y profundo mensaje para todo aquel que ha decidido creer en Jesús como Dios. Y a la luz de estas lecturas, brotan a borbotones, inquietantes y profundos interrogantes sobre la profundidad o superficialidad de nuestra fe.
Partiendo de la dramática situación personal y colectiva de Sion (el pueblo judío), descrita en la primera lectura, cautivo en Babilonia, la duda, el malestar, la crisis, se instala también, sinuosa, en lo más profundo de nuestra condición cristiana, como nuevo pueblo de Israel: ¿Qué papel juega Dios en nuestra vida? ¿Por qué no interviene para resolver nuestras miserias, cautividades, y sufrimientos? ¿Tal vez porque no existe? ¿O porque le importamos poco?
Confrontados personalmente con las palabras de esperanza y optimismo, puestas en boca de Dios por Isaías, la frase “aunque la madre se olvide de su hijo, yo no te olvidaré”, nos puede sonar a chiste o a broma pesada; o como una especie de sarcasmo, como un motivo más, que intensifique la lejanía o frialdad ya existente entre uno mismo y Dios.
Incluso la voz del salmista, cuando afirma que sólo en Dios descansa su espíritu, y que impulsado por su fe y confianza en Dios, ratifica su plena convicción de considerarle su roca, su alcázar, su refugio y su esperanza, su sentido y su vida, puede resultar lejana, vacía, incomprensible, intranscendente…
¿Qué significan estas palabras de profunda confianza en Dios confrontadas con la dureza de la vida, jalonada de sufrimientos, de contrariedades y de miles dolorosos avatares provocados por nuestra forma de ser o por amargas circunstancias de imposible control? Parece que este mensaje está destinado, una vez más, a ser prescindible, inservible, irrelevante e innecesario; condenado al último y recóndito desván por provocador, rechazable, desalentador y difícilmente asumible.
Aún así, y partiendo de esa aparentemente inaceptable realidad, las lecturas de este domingo nos invitan a realizar un esfuerzo suplementario; nos estimulan a que, impulsados por nuestra sed y anhelo de entender, de comprender, nos centremos en la figura mensaje de Jesús; de caer en la cuenta de que Él, siendo uno de nosotros, carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre, predicó una clase de Reino cuyos valores difieren radicalmente de nuestra mentalidad enferma, urgiéndonos a optar entre Él como Dios, y el dinero, es decir, nuestro yo, nuestros egoísmos, nuestras codicias, nuestras ansias de dominar y de imponerse a los otros, siempre y por todos los medios.
Es el Jesús humano y divino el que nos grita, desde la experiencia dramática de su vida y muerte en la cruz, la posibilidad de otro mundo, de otro talante, de una realidad personal totalmente nueva, posible a partir de nuestra confianza en Él, en el padre Dios que nos ama con la ternura y delicadeza de una madre.
Es Jesús, desde la profunda coherencia de una vida entregada al límite, quien posee la autoridad y legitimidad moral, como hombre y como Dios, de ofrecernos otra realidad donde no todo es dinero y yo, violencia y egoísmo, odio y venganza; violencia y opresión; una realidad evangélica que muestra a un Padre Dios de connotaciones maternas, de amor inconmensurable y providente, y nos invita a un estilo de vida donde el amor fraterno, no el odio cainita, es posible; donde la serenidad de la paz, no la angustia de la guerra, es factible; donde la humanidad y la misericordia emerja pujante frente a la ferocidad y el sadismo, donde proliferen los lirios del campo no los abrojos y espinas.
Es Jesús quien nos invita a iniciar un camino de conversión que priorice un talante, una forma de ser, una mentalidad nueva donde el Dios de la vida y del amor se transforme en un formidable dinamismo de luz y vida, eficazmente encarnado en nuestra vida diaria, la de hoy, en nuestro contexto personal con energía, profundidad y audacia cristiana.
padre trinitario Domingo Reyes