Probablemente debido a que sus ojos son grandes, esféricos e infinitos, su tremenda madurez, aunque sea un niño tan pequeño, se hace evidente sólo observándolo un momento. Inesperadamente, el pequeño educado y correcto, que se siente tan bien entre adultos, de manera abrupta, se tira al suelo y busca refugio bajo la mesa más cercana. Al fin y al cabo, es un muy pequeño –pensé yo– y se cansa de estar con mayores.
Estaba jugando. Disciplinadamente jugando. Me explican que juega a que llega el mago Trémolo. No sé quien es. Seguro algún personaje ahora en boga para estas edades. Aunque “trémolo” suena a término musical, a algo que resuena, que vibra, que tiembla.
Todo hubiera sido intrascendente si no fuese por donde me encontraba: En el centro de Italia, en Terni, a solo 80 kilómetros de Amatrice. Sentí un escalofrío profundo al entenderlo: El pequeño se había situado, rápidamente, a modo de juego, en el espacio sísmicamente más seguro de toda la casa. El mago Trémolo para el que estaba preparado, no era, en modo alguno, una distracción banal.
Rara vez se puede ser más consciente de lo que supone la italianidad: Esa desnuda yuxtaposición de extremos que hacen convivir la educada y bella sofisticación con la pura conciencia de la dura naturaleza de la vida. Antes de a leer, los niños aprenden a situarse perfectamente en caso de que el inesperado y cruel mago llegue. Esa naturalidad elegante al entender estos extremos indivisibles sólo es posible en Italia. De ahí, su arte.
Obviamente esa áspera y desnuda aceptación del contraste de lo natural es el secreto de la seducción de lo italiano. Fiorella Mannoia lo canta: “Bendita sea: Por muy absurda y compleja que nos parezca, la vida es… perfecta”.