Llegué a Zara acelerada, pues me había surgido un evento imprevisto para el que necesitaba un vestido de cóctel. Ni muy elegante ni muy trendy, solo correcto, minimalista en fin un vestido adecuado al evento, sencillo pero legal. Recorrí la tienda a la velocidad del rayo y escogí varias prendas. Miraba el precio, y desde luego la talla 38, la mía.
No estaba muy convencida de los que había elegido, pero cuando me encontré sola en el probador, me senté en el escaso espacio que amueblan sus “testers”, miré con más detenimiento una de las etiquetas de los vestidos, me di cuenta de su procedencia y del verdadero precio. Lágrimas que habrían costado a miles de mujeres, cerrar las costuras de aquellas telas en situaciones y lugares inmundos.
Aquellas puntadas, sin embargo, habían convertido a otros en los más ricos del mundo. ¿Cuánto valían de verdad aquellos pespuntes? ¿Cuántas veces aquellos modelitos habían servido para crear más miseria, más opresión y menos libertad? En ese momento, reaccioné. No estaba dispuesta a comprar un vestido que había costado la servidumbre de miles de seres humanos sumidos en la humillación para alimentar la avaricia de unos pocos. En Marruecos las costureras que echan puntadas para Inditex, trabajan 65 horas a la semana y cobran 178 euros al mes, no tiene para comer. 0’88 euros al día.
Corte Inglés, Cortefiel…1.500 pantalones diarios en Camboya hechos por las manos de una sola mujer. Increíble pero cierto, detrás las mismas marcas y muchas más, eso sí, muy elegantes, muy fashion. Salgo del centro comercial. Ya sé que mucha gente comprará ropa de estas marcas, pues claro. Pero hoy no seré yo la que contribuya a esta depredación. Tengo una tela que no está mal, seré yo la que haga varios pespuntes. Mi falda mi vestido o lo que se me ocurra coser, no llevará etiqueta.