· Primera lectura:
Eclesiástico 27, 33-28, 9
· Salmo responsorial:
Salmos 102.
“El Señor es compasivo
y misericordioso”
· Segunda lectura:
Romanos 14, 7-9.
· Evangelio: Mateo, 21-35.
Las cuentas de Dios, no son las nuestras. Y menos mal, porque de otro modo, mal nos iría. El texto de este evangelio merece una lectura reposada, porque como los “talentos” y los “denarios” no son moneda de curso legal, no nos hacemos cargo de la profundidad de la parábola.
A través de dos deudas, una muy grande (casi inasumible) y otra muy de andar por casa. Una hipoteca de una gran casa frente a un pequeño préstamo para superar la “cuesta de enero”. O la de septiembre en las que tantas familias se encuentran ahora inmersas.
Porque ellas, esas deudas, son los “medios” que utiliza el Maestro para entrar a fondo en la cuestión de el Evangelio de este domingo. Me refiero al tema del PERDÓN, uno de los pilares de nuestra vida de fe.
Es una de las verdaderas “piedras de toque” de nuestra fe. Por eso no es de extrañar ni la pregunta de Pedro ni la respuesta de Jesucristo. Ante la ofensa, ¿hasta dónde debo perdonar? No es una cuestión de aritmética (aunque 490 veces sería un número importante de oportunidades para ejercer el perdón). Es algo mucho más profundo. Los que nos llamamos hijos de Dios no podemos tener el perdón como una mera anécdota, como algo superficial. El perdón para los cristianos es aprender a amar como Dios lo hace, sin medida, siendo capaces de perdonad como Él hace con nosotros. Y eso implica el llegar a hacerlo por encima de nuestras fuerzas, ojo. Es un verdadero regalo.
Mirad por un momento la oración cristiana por excelencia, el Padrenuestro. De todas las peticiones que contiene, solo hay una que es de “ida y vuelta”, que no sólo se dirige la petición a Dios como ocurre con las demás, sino que implica directamente nuestra acción: Señor, perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Ahí radica la dificultad. O donde de verdad necesitamos la Gracia de Dios para vivir una vida desde esas claves de amor y perdón.
Porque es cierto que hay una gran diferencia entre lo Dios nos ofrece como Perdón, como Amor y lo que nosotros podemos ofrecer. Pero nuestra responsabilidad es hacerlo. Porque de hacerlo o no, depende ni más ni menos que nuestro propio perdón, nuestra propia felicidad. Pedir perdón es duro. Nos cuesta mucho trabajo el reconocer nuestros errores o el ser capaces de ofrecerlo a quienes no lo piden después de habernos ofendido. Reconocer nuestras faltas, nuestros fallos no surge lo primero en nuestro corazón. Pero cuando nos armamos de valor para hacerlo, esto nos libera y nos engrandece. Y aún más cuando nosotros somos los ofendidos y se nos pide perdón, si somos capaces de ofrecer ese perdón se nos ensancha el alma.
Sin embargo, en demasiadas ocasiones, en lugar de pedir o ofrecer perdón, lo que hacemos es cortar las relaciones, “dejamos de hablar” con esa persona antes de reconocer nuestro error. Es el precio del orgullo, que no engaña y nos hace creer que tenemos razón aunque no sea así. La condena del Señor a su siervo “malvado” no es por la gran deuda que había contraído, sino por haberle negado al compañero el perdón de su pequeña deuda, condenándolo por la misma. Este ejemplo es el que nos debe ayudar a iluminar nuestra vida: la medida de nuestro perdón es la clave de ello. Pidámosle al Maestro bueno que nos enseñe a darle espacio de verdad al perdón en nuestra existencia.
Buen domingo para todos. Qué Dios os bendiga a todos con este don de su gracia, con el necesario perdón.
padre Juan Manuel Ortiz Palomo