Otra semana que acaba y con ello la renovada sensación de que vuelan aquellos vientos de frente que tanto frenaron el desarrollo de la economía y la mejora de la convivencia en nuestra sociedad. A ello se ha unido una Galicia quemada por pirómanos sin escrúpulos que talan también vidas y bosques a cuenta de una desconocida enfermedad cuya cura no parece ser otra que la cárcel a perpetuidad para sus artífices.
Y como sin quererlo, siempre nos viene a la cabeza la obra de Baroja. El escritor vasco asiduo a las tertulias promovidas por Valle Inclán en el Nuevo Café de Levante, situado en la calle Arenal, junto a la Puerta del Sol y en donde se decía que había más aporte al arte y la literatura que en dos universidades juntas.
Una tarde noche primaveral del año 1904, surgió el tema de si en nuestro país existían distintos tipos de españoles y tras escuchar diferentes aseveraciones de contertulios, Baroja sorprendió a todos con su conocido parangón entre los siete pecados capitales y las también siete clases de españoles: los que saben, los que no quieren saber, los que odian el saber, los que sufren por no saber, los que aparentan que saben, los que triunfan sin saber y los que viven gracias a los que los demás no saben.
Unamuno y Pérez Galdós no dejaban de aplaudir, máxime cuando se recalcaba que los últimos de esa lista se llamaban a sí mismos “políticos” y a veces hasta “intelectuales”. La capacidad de ser la solución al problema y no el problema en sí mismo es lo que hace al buen político, que para eso ya está la eterna desilusión, la sensación de impotencia y el pesimismo en la obra de Baroja.
Octubre es el mes en el que se celebra el fallecimiento de este novelista que en su obra semiautobiográfica “EL árbol de la ciencia” no hace sino poner en boca de su protagonista Andrés Hurtado buena parte de la visión negativa de la sociedad en la que se desenvuelve. Se cumplen ciento seis años de la publicación de este libro y a veces parece que el ayer es más cercano con los caprichosos bucles de la historia. A pesar de ello, siempre nos queda una ilusionante virtud llamada ESPERANZA.