· Primera lectura:
Éxodo 22, 20-26.
· Salmo responsorial:
Salmos 17. R- Yo te amo, Señor; eres mi fortaleza.
· Segunda lectura:
1 Tesalonicenses 1, 5c-10.
· Evangelio: Matei 22, 34-40.
Queridos hermanos: Tendemos muchas veces, los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, «a caer en la tentación» de hablar mucho y de cualquier tema. En el fondo, todos tenemos dentro un «tertuliano» o una «tertuliana» que nos hace capaz de decir una palabra, de ofrecer una opinión sobre cualquier tema.
Y ahora, con los nuevos medios tecnológicos, todos tenemos algo que decir en Facebook o en Twiter, todos tenemos nuestro dedo dispuesto a decir que nos gusta cualquier noticia o para poner la última foto que nos hemos hecho esta mañana cuando íbamos al trabajo.
Vivimos en un momento que estamos tan sobreexpuestos, que tenemos acceso a tantas imágenes y tantas palabras, que al final terminamos viviendo en la superficie, solo en lo inmediato.
Sin embargo las cosas importantes ni necesitan de muchas palabras ni tampoco pasan de moda. Viven en lo más profundo de nuestro ser: Un beso o una caricia «hablan» mucho más que un poema copiado de algún poeta romántico. ¿O es que ver salir el Sol tras la Peña de los Enamorados no contiene más belleza que esos cientos de imágenes fugaces con las que nos bombardea cada día internet?
Pues algo parecido nos ocurre en el Evangelio de esta semana. A una pregunta complicada, la del mandamiento más importante, Jesús responde con una sencillez que deslumbra. Los maestros de la Ley le preguntan por los detalles, por lo superfluo. Y la respuesta de Jesús va al «tuétano», a lo profundo de la cuestión.
No era una pregunta sin importancia. La respuesta que diera el Maestro de Nazaret lo podía calificar, e incluso condenar de poco devoto, de no ser un buen judío, si en su respuesta se atrevía a no poner a Dios como lo primero, como lo más importante.
Pues con dos frases resume todo el amor que nos pide la Buena Noticia a los creyentes: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser». Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo».
¿Amar? ¿Con qué amor? Posiblemente no hay otra palabra más «manoseada» en nuestra lengua. Hasta en el diccionario nos encontramos una página dedicada a todos sus diversos sentidos. Por eso no debemos caer en la tentación de que nos parezca demasiado simple, como si no tuviera importancia porque eso lo podemos hacer cualquiera… Porque por desgracia no es así.
Vivir la vida según Jesucristo, siguiendo la senda de sus pasos, exige de todos nosotros el vivir desde el regalo de su «gracia». No podemos hacerlo con nuestra fuerza. Es un regalo, otro más, de su gran amor. Además, para no quedarnos con él. Dios nos ama «por encima de nuestras posibilidades», pero no por nuestros méritos, sino con un gran objetivo, para que ese amor lo llevemos, de verdad, al prójimo.
Cómo decía San Juan, no podemos decir que amamos a Dios, a quien no vemos, sino amamos al hermano a quien vemos, a quien tenemos al lado (1 Jn 4,20). Es la base de la vida de los cristianos. O vivimos desde ese amor, o no estamos siendo fieles a nuestra vocación, que es verdaderamente para lo que hemos sido creados.
Ojalá todos podamos hacer el esfuerzo de acercarnos a nuestro hermano, a nuestro prójimo, como lo llama hoy Jesús. Aunque a veces nos cueste. Aunque prefiramos estar en nuestras zonas «cómodas»… Pero es que nuestra fe nos lleva a ensuciarnos las manos, a hacer de nuestra Iglesia un «Hospital de Campaña», como una y otra vez nos repite el Papa Francisco. Con esa esperanza, y sintiéndonos necesitados de la misericordia de Dios y de los hermanos, sigamos adelante en los caminos de la fe.
padre Juan Manuel Ortiz Palomo