La gran celebración de la Pascua parece querer alargarse durante unos domingos más. Al menos los dos primeros siguen con grandes fiestas de nuestra fe. Nos referimos a esta Solemnidad hoy de la Santísima Trinidad y el próximo domingo, donde tendremos la oportunidad de celebrar el día de la Caridad, el día del Corpus.En esta fiesta de la Trinidad, en la celebración de Dios mismo, nos encontramos con una primera dificultad: como hablar del misterio de Dios, cuando siempre se nos ha dicho que Dios es inefable, que nuestro pobre lenguaje no puede abarcar toda la riqueza de Dios, toda su Omnipotencia.
Un buen ejemplo de ello lo tenemos en las páginas de la Biblia. A pesar de la cantidad de temas e historias que se recogen sus libros, apenas tenemos un par de citas que quieren definir quién es Dios. Porque primero Israel y después la Iglesia, tenían claro que de Dios no se podía hablar, sino que lo único que se podía esperar era experimentar su amor en la vida cotidiana de su pueblo.
Porque, como recuerda Moisés a Israel: ningún pueblo tiene tan cerca sus dioses como Yahvé está de Israel. Cuando el propio Moisés recibe la misión de ir a hablar con su pueblo y con el Faraón para que los dejara salir de Egipto, le pregunta a Dios su nombre, le pide que le diga quién es, para poder presentarse así a su pueblo. En la respuesta de Dios tenemos la primera definición de quien es Él: «Yo soy el que soy» (Éxodo 3,14). Yo soy el que escucha el sufrimiento de su pueblo y quiero ponerle remedio a través de Moisés. Esa es la Omnipotencia de Dios, la que sabe valerse de mediaciones concretas que hacen mucho más corta la distancia que hay con Él.
A pesar de su importancia, no es nada comparado con lo que había preparado para la plenitud de los tiempos. El Dios creador de cielo y tierra, el que aparecía como inalcanzable para el ser humano por su lejanía, para traerle la salvación mandando a su hijo para que ponga su casa en medio de ellos. Con la Encarnación del Hijo de Dios encontramos a Jesucristo, al Dios-con-nosotros. Con su venida se va a instalar para siempre en la vida de los creyentes. Pero no sólo con sus palabras y sus obras durante su existencia terrena.
Antes de subir al cielo les prometió a sus discípulos el don del Espíritu Santo, ese cuya venida recordábamos la pasada semana. Una presencia del amor de Dios en la vida de todos que en Él creemos, como hemos escuchado en el evangelio de hoy. El final del evangelio de Mateo nos recuerda el último encargo del Señor antes de subir al cielo: «Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.
Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final del mundo» (Mateo 28,18-20).Es la tarea que la Iglesia viene repitiendo desde entonces, a lo largo de los siglos. Es el gran fruto de nuestro Bautismo. Y no de una vez para siempre, sino para que cada día podamos vivir y aumentar la gracia que recibimos en el agua en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Para ello debemos ser fieles a su mandato, anunciando con nuestras palabras, pero sobre todo con nuestra vida su gran anuncio: decirle a todos que «Dios es amor» (1ª Juan 4,8).
Es la otra definición de Dios que encontramos en la Biblia. Y responde al deseo que hay en lo más profundo de nuestro corazón, el de la felicidad. Para ello contamos con la mejor ayuda, con la presencia continua del propio Señor. Ojalá sepamos hacer de nuestra vida una existencia trinitaria, y que llenemos de su amor nuestra vida y la de los que nos rodea. Con esa esperanza, celebremos este día. Que el Dios del amor os bendiga siempre.