Días atrás, mientras pedaleábamos, alguien me comentaba acerca de que, en un mencionado club social, se rompían los matrimonios. En la fragosidad de la conversación, poco menos que la culpa se la llevaba la propia forma de funcionamiento… en definitiva, el concreto club. No, el club no tiene la culpa, les insistía yo. Son las personas. Es… el modelo de sociedad, los ideales que nos han inoculado en esta colectividad de rivalidades, extremadamente competitiva, llevada hasta un extremo tal de competencia y de consumismo, que los propios matrimonios, las parejas, alcanzo a entender que están siendo afectados por ese fenómeno comercial al cual se le denominó, obsolescencia programada.
Se dice que el primer producto creado con fecha de caducidad, fue la bombilla, sí, esa que en las viñetas del cómic nos la dibujan como símbolo de una nueva y resolutiva idea. Algo más que una idea habrá que desarrollar para encontrar las soluciones o enmiendas a nuestro proceder, arreglos, cooperación y salidas consensuadas para asegurar en el tiempo, la convivencia entre dos personas, para asegurar el buen funcionamiento de las propias familias, de la sociedad en definitiva.
¡Pero tú mismo eres muy competitivo! Me espetaban los compañeros del pedaleo. En el ámbito de lo netamente deportivo, sí que lo soy, no lo puedo negar, siempre lo he sido. Pero en lo social… cada día menos. Nos dijeron que teníamos que ser fuertes, hacer las “cosas” bien hechas. En nuestras acciones no debería existir el error, nos exhortaron en que teníamos que ser muy buenos, no dejarnos convencer por los malos procederes, ni por nadie. Esto nos llevó a que cuando oímos a otras personas expresar sus razonamientos, no las escuchamos para entender cuales son sus argumentos, sus razones. No. Mientras las oímos, nuestro cerebro solo escucha a medias para de inmediato ponerse a trabajar en ver cómo le vamos a responder por conseguir convencerle en que nuestro pensamiento, nuestras ideas son mucho mejores.
En la convivencia de las parejas, de los matrimonios, nadie debe imponer nada sobre nadie, en sus criterios y/o ideas. Tanto monta. El nudo gordiano, no se ha de resolver con afilada espada en alto. El razonamiento ha de imperar, es en la capacidad del diálogo donde habremos de volcar nuestros esfuerzos, para encontrar la solución. La mujer no es más inteligente que el hombre, ni el hombre tampoco es más fuerte que la mujer. Ambos han de encontrar a través de la conversación, el punto donde se inició el problema y dar, tras deshacer el nudo una intermedia solución. Reconociendo nuestros errores, aceptándolos. No tenemos por qué ser perfectos. Nunca lo seremos. Pero para ver nuestros propios equívocos, habremos de no mirar los ajenos y centrarnos en detectar cuanto antes los que ya pudiésemos estar cometiendo. Para de inmediato ponernos a corregirlos.
Nunca nadie debería intentar brillar más que el otro, mediante el apagado de la luz ajena. Hoy más que nunca se está imponiendo por desgracia el hacer valer mi persona, no por lo que vale en sí, sino por sembrar cizaña de tal manera que deje bien a las claras lo poco que vale nuestro semejante.
La comodidad… ¡A mí nadie venga a crearme problemas! La seguridad y el colchón que proporcionan las propias familias, hacen que desistamos del esfuerzo por encontrar salidas a los cotidianos problemas. Las más de las veces pensando solo en mis derechos, olvidamos que la otra persona también tiene sus correspondientes deseos y el derecho a satisfacerlos. Y no será tan fácil el distinguirlos como el blanco del negro. Lo tuyo o lo mío. Lo tomas o lo dejas.
Pues ni lo uno ni lo otro. En el consenso encontraremos la solución.