El ilegible poema de igual título, aparecido en el número anterior, habrá hecho pensar a alguien que este tío se ha vuelto loco. Hay una explicación: faltaba la correspondiente introducción en prosa, traspapelada por el periódico. Lo siento, sufrido lector; y, retomo el hilo.
Decíamos así: Que el hecho de que el individuo sea indiviso, y que “persona significa formalmente la incomunicabilidad” (Santo Tomás de Aquino), es hoy más verdad que nunca debido en parte a la lucha de la mujer por fijar su identidad colectiva e individual. Hay un reajuste de roles: Si cede usted la acera a una señora, se arriesga a que le corrija con un: “que no; que eso era antes”.
Ni media palabra más. Y, si viene de frente una pareja joven tomados de la mano y ella no para de acercar la de él a su cara; puede ocurrir que él, que te conoce, se apresure a aclarar: es que ella tiene la nariz “helá”… por si entendías que estaba siendo demasiado sumisa con los besitos en la mano del otro. Nada de “micromachismos”. Pero, a lo que íbamos: Si un piñón sembrado tiende a ser pino, es –diría Aristóteles– porque en cada cosa apunta maneras la tendencia a llegar a ser lo que “ya era”… en esencia.
Eso, que parece obvio tratándose de seres individuales, no está ni mucho menos tan claro tratándose de la pareja. Esta es la pregunta: ¿Cuál es el estatuto de la pareja? ¿Pura yuxtaposición de dos que se otorgan mutuo contrato “por obra y servicio”? Eso parece mostrar el hecho de que son más las parejas que se rompen (y cada cual vuelve a su condición de individuo), que las que se contraen.
Se es individuo, decimos; en cambio, se vive en pareja: ¿Acaso la pareja (ni tú, ni yo: el “nosotros”) no es algo en sí? ¿No hay una tercera realidad, simbolizada en esas manos unidas? Pues, ese es el tema.