No se detienen las máquinas ni las personas. La tierra ofrece una de sus caras geológicas más duras, la del cuarzo, pero a la vez la buscada resistencia para que no se rompa la tierra que se convierte en túnel firme que se cuida con mimo extremo, abajo está Julen. El trabajo es intenso pero nadie se desanima.
El cerro ahora desentrañado, ofrece desde el aire una faz descarnada y abierta aunque guarda en su interior la vida. Calcular el tiempo al segundo. Los metros en medio de incertidumbres imposibles. Terrenos ignotos. Minero en silencio y silenciosos. Cuerpo de élite que cargan con 14 kilos de peso para cavar la galería que los lleve hasta el pequeño Julen. Horadar la tierra con sus expertas manos si es necesario, respirar a sesenta metros bajo tierra. Siento claustrofobia inmensa.
Verbos que se conjugan por encima de otros: salvar, rescatar, recuperar. Padres que esperan destrozados acoger en sus brazos a su pequeño para colmarlo de cariño. Un mundo que encierra verdades de la vida. No quiero renunciar a la esperanza no quiero sucumbir a un destino desdichado. Pozos luneros los llaman. Lunero el de Julen. Abierto con nocturnidad y cerrado con unas piedras. Ciento diez metros de profundidad.
En este pozo clandestino cayo el pequeño de 2 años. Descontrol absoluto reconocen los ecologistas. Mi tristeza acude también de la mano de muchos otros niños y niñas de este mundo que a la misma hora o después o antes, cayeron en un agujero similar. Se los tragó la tierra en guerras sin sentido, en maltratos incomprensibles, o una cama de hospital, porque su enfermedad era incurable.
Agujeros de abandono absoluto entre barro y fango en los campos de refugiados de todas las partes del mundo. Pozos despiadados que descubren la crudeza de unas vidas que acabando de empezar apenas tienen esperanza de latidos. Cuando amanezca, dicen los mineros, cuando amanezca.
