Mientras Moisés está en el monte Sinaí recibiendo de Dios el Decálogo, su pueblo, que espera alejado del monte, se impacienta, porque desconoce lo que le ha ocurrido a Moisés, hasta el punto de pedir a Aarón que le haga un dios que vaya delante de ellos. Aarón accede. Los hebreos le entregan los pendientes de oro que tienen para que él los funda y haga un becerro de oro, al que considerarán su dios, se postrarán ante él y le ofrecerán sacrificios.
Ante esto, Yahvé se enciende de ira. Le dice a Moisés que baje hasta donde está el pueblo y que lo va a destruir. Moisés intercede ante Dios y éste renuncia a destruir a su pueblo. Moisés se reúne con los israelitas. Rompe, de la ira, las Dos Tablas de la Ley que llevaba, destroza el becerro de oro hasta reducirlo a polvo, que disuelve en agua y lo da a beber a los hebreos, y castigará a muchos con la muerte por medio de los hijos de la tribu de Leví.
Después, Moisés vuelve a subir al monte Sinaí, llevando dos tablas de piedra labradas, donde Yahvé volverá a escribir lo que contenían las tablas que Moisés había roto antes.Me gustaría destacar la rapidez con que un grupo humano le vuelve la espalda a Dios, un Dios que lo guía y de quien antes ha recibido múltiples signos evidentes de apoyo. El mismo Éxodo nos dice que Yahvé califica a su pueblo como un pueblo de dura cerviz. Creo que lo que le ocurrió a los israelitas es semejante a lo que nos sucede a cada uno de nosotros, porque, cada vez que pecamos, le damos la espalda a ese Dios que tantas muestras nos ha dado y nos sigue dando cada día de su existencia y amor hacia nosotros.