Los franceses han llorado el incendio de uno de sus referentes espirituales con un dolor tan unánime que, desde España, no puede ser contemplado sino con un poco de envidia. Pero eso es lo que hay; ellos son muy suyos para con lo suyo. Eso se nota.
De entre todo lo dicho o publicado sobre el tema, uno se queda con un reportaje, emitido la otra noche por la 2 de TVE, grabado en Nôtre Dame pocos meses antes del incendio y con las palabras que en él decía su arquitecto-conservador: “Pertenecemos a la estirpe de los anónimos, como aquellos de hace más de ochocientos años: Modestos en lo personal, pero con una afición desmedida para con la edificación que estaban realizando. Conscientes de pertenecer a la aristocracia de la arquitectura, buscaban la perfección autoimponiéndose un refinamiento de la obra bien hecha, hasta en los rincones menos a la vista. Por pura dignidad; a sabiendas de que no iban a pasar a la posteridad.
Y esto por una sola y única razón: que la estrella era la catedral”.“Por pura dignidad; por la clara conciencia de que lo primero es lo primero”. Y, a uno, visto desde su Antequera de adopción (y, por pura envidia de otros pueblos), se le vienen a la boca los más gruesos sapos y culebras contra aquellos “responsables” a los que ni siquiera se les pasó por la cabeza esta idea directriz: “la estrella es Menga”.¿En qué estaban pensando? Nuestra dama Menga tiene más de cinco mil años.
Es el santuario mayor y mejor conservado de la prehistoria europea y, bla bla bla. Pero nadie parece lamentar que a sus pies se le enquiste un museíto de la madre que lo parió. “Nos dejaste, Señor, a merced de nuestras culpas”, dice la Biblia. Pero, no por un incendio, sino por tontos, que es lo imperdonable.