Era la fiesta de celebración poética más numerosa de los últimos años. La voy a recordar por esta anécdota entrañable que les voy a contar. El salón del Museo estaba lleno a rebosar. Los chicos y las chicas se movían incómodos en sus asientos. Los premiados estaban serios y con caras de circunstancias en la primera fila, es decir en el lugar asignado, lejos de su zona de confort.
En realidad los más inquietos eran los padres y las madres que no paraban de hacer fotos con los móviles. El ambiente era distendido y amigable. Al momento que un micrófono abierto anunció la llegada del representante del Ayuntamiento, el silencio se extendió por cada pliegue de ropa, por cada ranura minúscula de las lajas de madera de las paredes y se aposentó tranquilo entre las páginas de los libros editados para la ocasión.
Los escritores nos sentamos en el altísimo estrado que preside la sala. Casi al unísono abrimos nuestras botellas de agua que refrescaba gargantas en la tarde templada. Todo transcurrió como estaba previsto. Yo leí mi alocución y sentí que mi voz clara llenaba el recinto. Terminada la entrega de premios, llegaron más fotos y cuando me disponía a saludar a unos amigos, me vi interceptada por una señora que me dejó perpleja.
Era la viva imagen de Chavela Vargas en sus últimos años de vida. Me abrazó con fuerza y me dijo con un tono sudamericano inconfundible que “la había hecho llorar con mis palabras”. Aun tenía los ojos con lágrimas y el clínex en la mano cuando me dijo que estaba allí casi por casualidad, pues vivía en México y que su nieto era uno de los ganadores. Tras firmarle varios ejemplares que se llevaba de regreso a Sudamérica, pues se perdió entre el gentío de salida. Así fue como conocí a la abuela Chavela, en uno de esos momentos que no se olvidan nunca.