No sé qué gratitud me anima ante los escalones que dan acceso al Postigo de la Estrella, pero creo que cada uno de ellos es un resorte que me abre las puertas del entendimiento, las consecuencias serán del todo imprevisibles. Suenan aires de planicie, de atardecer amigable y extrañamente inquieto en cada recodo de este camino de sílabas y versos.
Una casa. La puerta de una casa que de una manera casi irreal se sostiene en la muralla me mira con recelo de verano a mí y a los allí asistentes. Subo y descubro voces amigas. Claridad que se aleja de los silencios malditos de la falsa platería, de las codicias de versos huecos porque la poesía en estado puro surge de entre imágenes de rincones más hallados que perdidos. Lugares que son tiempo que no te dejan olvidar lo aprendido. Olor claro, prodigiosa soledad que me reclama un nombre o un sujeto para aquellas piedras talladas por los siglos conocedoras de infinitos naufragios y sigilosos .
Cuando era niña alguien me salvaba siempre de aquellos atardeceres calurosos, hoy me levanto yo en el juego de la vida entre vanos mudos de enmohecidos tiempos. Pared blanca que cierra la pequeña y entrañable plaza. Por un balcón de encalada enredadera veo la magia de la montaña sagrada que me recuerda por si lo había olvidado donde estoy. Preguntas para saber quién soy, porque cada lugar tiene una respuesta, porque cada crepúsculo llora su perdido día en un espejo dorado. Mientras leo mis versos, esos que lloran sobre el mar, repican campanas y corretean gorriones alegres por un cielo ausente de nubes. Una tibia luz de farola asoma y siluetea sombras, enmarcando miradas curiosas. Cuando la noche caiga, cuando algo de mí esté dicho, bajaré desde esta cima en forma de plazuela y recuperaré el aliento mortal de los recuerdos y la soledad de los acantilados que estando allí quedan lejos.