viernes 22 noviembre 2024
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Domingo vigésimoquinto del Tiempo Ordinario, Ciclo C

«Poderoso caballero es Don dinero» nos dice en uno de sus poemas el ingenioso Francisco de Quevedo. En los tiempos del poeta, en los de Jesús y hoy también, vemos que esto no solo no ha cambiado, sino que incluso parece tener ahora más fuerza, y que si afirmamos que el dinero se ha convertido en el rey del mundo, nadie podría decir que estamos mintiendo. 

Y como ocurre con todos los que tienen el poder, no faltan razones para estremecernos y temer que ese ansia por tener dinero nos pueda manipular, o aún peor, que llegue incluso a poner en peligro nuestra vida, como hace cada día con la de tantos hermanos pobres. Porque hablar de dinero es, en demasiadas ocasiones, ver como por conseguirlo vivimos bajo una verdadera dictadura, en una situación que nos quita la libertad, sometiendo nuestra vida a una verdadera esclavitud. Algo que nos resulta ciertamente chocante a los que creemos en el Señor Jesús.

Ciertamente, en este texto, Él no habla del dinero en términos económicos. Jesús habla del dinero a la luz de su escala de valores, en la que Dios es el valor supremo, absoluto, y ese dinero es otro valor más, subordinado, a nuestras necesidades. Es decir, lo contrario que nos encontramos cada día en el mundo que nos rodea. Por eso, a todos lo que le escuchan, Jesús les pide no «endiosar» al dinero, dándole un valor y una importancia que no tiene. Y a los cristianos especialmente, no sólo nos lo recomienda, nos lo exige. Dios es muy celoso en ese sentido, y nos recuerda que no podemos poner en un altar al dinero, a ese nuevo «diocecillo»

Como discípulos de Jesús, en vez de lamentarnos del «ambiente materialista» que nos rodea, lo que tendremos que procurar es vivir desde la humildad para abrirnos más y más a Dios y así vivir solo desde Él. ¿Por qué? Porque no existe un mundo sin dinero y está claro que a todos nosotros, nos toca administrarlo, pues lo necesitamos hasta para los más pequeños intercambios. Pero una cosa es que sea necesario y otro que él sea nuestra única preocupación. El reto y la dificultad estriban en proceder adecuadamente con ese dinero, buscando asegurarnos los dones más importantes de la vida y de la fe, como son el amor, la solidaridad, la sabiduría… todo ello dirigido al necesario (y muy olvidado) bien común, que como ocurre con el «sentido común», en demasiadas ocasiones brilla por su ausencia. 

Aunque, como también dice la parábola, es necesario contar con la astucia,  para poner el dinero en su lugar, aunque pueda, de entrada, sorprendernos. Esta actitud ha de hacerse realidad con otro encargo: ser fiel en lo poco, en lo pequeño, en las pequeñas tareas que de verdad deberían importarnos, porque son las cosas de Dios. Por eso, se nos hace necesario mirar «de tejas para arriba», para que a la hora de elegir entre servir a Dios o al dinero podamos hacer vida lo que el evangelio dice hoy. Pero además, debemos hacerlo todos juntos. 

Servir solo al dinero es vivir en la clave del egoísmo, del tener, de pensar solo en uno mismo, no darnos cuenta de que formamos parte de la gran familia de la Humanidad y de la Iglesia: Servir a Dios es reconocer a todas las personas como hermanos, como hijos de Dios. Y apostar a que los valores que él nos presenta son los que de verdad pueden llenar nuestras vidas. ¿Seremos capaces? No es fácil. O con nuestras fuerzas, pues la verdad, que no podemos alcanzarlo. Por eso necesitamos su ayuda, que dará su verdadero valor a todo lo que hagamos en nuestra vida. Pues ánimo con esa tarea. Es mucho lo que no jugamos en el seguimiento cotidiano del Señor. ¡Feliz domingo. Qué Dios os bendiga!

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