Despegan los ayudantes de cabinas, los auxiliares de vuelo, los vendedores de bebidas frescas, los cafés cogidos al paso por las infinitas calles, corredores y pasajes kilométricos de los grandes o pequeños espacios viajeros.
Arrancan todos a en estos días de crepitar continuo en estaciones de autobuses o de tren o en los aeropuertos cogidos al vuelo de páginas de internet o en la ventanilla de una ciudad cualquiera. Destinos conocidos, o desconocidos. Playa o montaña. Urbanitas consumidores de ciudades exóticas o minimalistas. Turistas al fin y al cabo. La geografía no importa de momento, siempre y cuando nos lleven al destino elegido y además nos devuelvan sanos y salvos al punto de origen. Hoteles con pasillos suculentos abarrotados de sábanas que van y vienen en carritos repletos de toallas, y botecitos de colores y contenido jabonoso.
Ascensores que cargan lo permitido pero que suben y bajan sin descanso, señalando el piso seleccionado con campanillas azules o lunares rojos. Sonrisas hieráticas, impacientes, amables, desenfadadas, cansadas o alegres. Bajo la ventana de mi casa en la urbanización que habito, tengo mi propio mundo viajero, al aire libre, las maletas de colores entre los que predomina el negro, saltan como locas sobre el pavimento de ladrillos cocidos por un sol imperiosos que domina la mañana del final de Agosto. En un momento parece aquello un cruce de caminos y sólo es una calle peatonal que da acceso a las pistas de tenis y a los aparcamientos que es el objetivo de todas estas maletas viajeras.
Su traqueteo se oye insistente. Una tras otra abandonan el bloque de viviendas con determinación colgada de flotadores de todas formas o sombrillas que no se quieren olvidar y jugueteo de chicos y grandes que no desean alejarse de la arena de sus sueños. Cabalgata de resistencia a la rutina en otro lugar, en otros horarios encorsetados, en otras calles de limitadas aceras. Mi maleta anda a la chita callando por mi casa escondiéndose de mí desde el amanecer. ¡Voy a buscarla!