Y así como el paisaje se torna marrón anaranjado, que no lluvioso y las hojas caen porque aprendieron a hacerlo saliendo de las honduras de las ramas, de los rudos troncos o de los pensamientos que serpentean caminos secos. Meditación intima que se transforma en recuerdos de seda morada o de terciopelo marsala.
Y las cosas son como son y tal vez no como recordamos. Aunque me basta tocar la tela de las túnica, pasar un suave paño por el rostro amado, por las manos atadas, para reconocer sin intuición desordenada, que el Rescate está ante mí. Silencio de sacristía y penumbras sutiles de olor a velas, a enaguas almidonadas, a encajes bordados en oro, presencias que no están en mi olvido porque sería negar mi existencia y mi tiempo presente.
Viene y van personas que me preguntan afirmando ¿qué se siente, estando junto a Él? Ya quisiera tener las palabras más intensas para decirlo. Lo visto y observo que todo permanece está en su lugar. Una hombrera rebelde olvida donde tiene que estar y se dobla como una rama frágil.
Un movimiento suave de mis manos para asentar esta pieza sencilla e importante en su túnica. Pues, se siente de todo y aunque pasa el tiempo la emoción es la misma, mientras esto sucede, hablo interiormente con Él en un ejercicio de meditación profunda. Siempre lo hago. Si lo miro a los ojos, las interrogaciones acuden a mi mente. No hay respuestas para muchas pero sí comprensión y fuerza.
Un ángel regordete me mira a mí desde una de las pinturas del techo, sopla a dos carrillos, como queriendo alejar las nubes de las tristezas. Momentos inmutables de la eternidad que, desde los remotos tiempos, miran a todos los que entramos en la sacristía. Paredes encaladas que duermen ajenas al ruido de fuera a las incontables horas de las vidas reales que surcan las aceras que intentarán vivir para contarlo.