Cuando escucho que en unos meses sufriremos una nueva crisis, más que preocupación, lo que siento es estupefacción: no tenía yo tan claro que hubiésemos salido de la devastadora crisis comenzada en 2007.
Y, por lo visto, ya habíamos salido y se prepara otra.Tiene lugar, de este modo, la constatación de los peores augurios: si estos tiempos que vivimos son ya de bonanza macroeconómica, la precaria y triste situación actual que muchas familias viven es lo máximo a lo que razonablemente podemos aspirar como nivel de crecimiento medio. Por ello, la economía de guerra aplicada en el urbanismo de nuestra ciudad, aquella provisional y momentánea, se va a convertir, si no se remedia, en la praxis general.
Desde el punto de vista puramente técnico, sin entrar en ideologías económicas ni nada parecido, lo cierto es que una baja inversión en nuestra ciudad, unida a una mentalidad precaria que dé alas al liberalismo más triste y esquelético es una condena a nuestro futuro. Cualquier empresario sabe que, para que un proyecto rente adecuadamente, hay que invertir, previamente, de modo proporcional.
¿Nuestra ciudad nunca volverá a tener tantos comercios particulares como tenía antes y tendremos que conformarnos con la multitud de locales vacíos? ¿Las actuaciones por parte de todas las Administraciones sobre nuestros bienes culturales se reducirán para siempre sólo a actuaciones cosméticas del mayor efecto político posible? ¿Las grandes inversiones sólo podrán proceder del sector privado? Si nos convencemos de que una economía de guerra es a lo máximo a lo que se puede aspirar, nos estamos condenando al peor de los futuros.