Es un jardín privado, cerrado al público, pero se ve desde la verja exterior, su belleza escondida. Un cartel pequeño, exiguo se apoya delicado en uno de los muretes de la entrada y marca su horario de visitas.
Hay jardines hechos de cielos y ramas de Junios y Febreros. Se puede caminar por fuera y por dentro en el horario convenido. No lo conozco, nunca tuve tiempo de visitarlo, bueno no tuve el horario adecuado para ver de cerca las glicinas que huelen a morados horizontes. Sublimes aromas que dejan la calle cuajada de una próxima primavera. Se enredan las flores con flexibles ramas en los ficus de todos los tamaños y hay palmeras que se alzan desafiantes y majestuosas por encima de verjas y encierros de candados u horarios de veladuras azules y verdes.
Un rincón para el sauce que llora todo el año y contempla el mundo que pasea afuera con serena inteligencia. Ramas delgadas y flexibles que solitarias caen hasta el suelo acogiendo bajo su sombra, intuyo, un solitario banco de hierro fundido. El sauce retuerce sus fuertes raíces alejadas por unos momentos del tronco fisurado. Un jardinero, que no sé si es fiel o no, pero al que oigo cuando circundo el jardín, cuida todo este tesoro privado. Estoy segura de que no es Chamoussant, pero a la vista está, sin poder verlo, que el jardín, que no es secreto y no está olvidado como el de Kate Mortones feliz con su vigía.
Un caminillo serpentea desde la verja de entrada, se pierde a los pies de un magnolio para esconderse luego entre las ramas de un olivo. Pero yo no puedo verlo sólo sé que está y creo. Gravilleas llameantes en las alturas. Y es que este jardín parece tener plantas que necesitan alzar el vuelo hacia el espacio curvo.
Está entrando la noche y en la pared hay una humedad hueca de arcilla que cubre el jardín de miradas curiosas como la mía. Pero yo nunca estuve allí. Tal vez mañana.