Por el mar de Ítaca. Por el Jónico por ningún otro mar. La odisea particular de un hombre que nació con un hoyuelo en su peculiar barbilla y venía llena de talento y fuerza interpretativa, se llamaba Kirk Douglas. Gigante frente a un cíclope que andaba ciego de ira.
Miraba alrededor del silencio este hombre sin amilanarse porque Los valientes andan solos. Voz de barítono, peligros a contra reloj en Los senderos de gloria del celuloide antes de convertirse en El ídolo de barro o en Espartaco.
Espartaco, uno de los mensajes políticos más sonados de la historia del cine, no en vano tiene al genial Dalton Trumbo como guionista. Un Espartaco-Duglas que se enfrentó a todas las presiones de aquella caza de brujas. Recuerdo la escena en la que un extenso número de esclavos con más dignidad y convicciones que todos los romanos juntos, deciden que prefieren morir crucificados gritando “Yo soy Espartaco” ante un Laurence Oliver que no da crédito a la determinación de aquella plebe. Una luz intensa carga este momento de un color de tensa espera que lo convierte en conmovedor e irrepetible.
Puños cerrados en El ídolo de barro. Expresión hierática y violenta en aquel hombre forjado en la desgracia.
Qué difícil meterse en la piel de un loco de pelo rojo. Luz, locura, realidad y ficción. Plasmada con extraordinaria vitalidad. Imposible imaginar a Van Gogh con otros rasgos que no sean los de Kirk Douglas. Intensidad interpretativa, pasión y trabajo visual exquisito.
Y sin saberlo Verne le otorga otro gran papel a Kirk Douglas el de NedLand un ballenero con camiseta a rayas y un humor endiablado que navega 20.000 leguas de viaje submarino.
Pero si necesitan más espacio para abarcar las interpretaciones de este actor con luces y sombras en su vida, recuerden Horizontes de grandeza y entonces habrán dado con una película mítica.
Suenan los cuernos vikingos. ¡Hasta siempre Ulises, hasta siempre Einar, hasta siempre Espartaco!