En el centro de la ciudad. Como si de una estatua se tratara, allí estaba ella como esculpida en piedra de colores. Rostro blanco como la pálida luna de un día de luna clara. Ojos invisibles tras la máscara de papel charol. La mujer no tiene nombre. Es lo que tiene el carnaval, no conoces no te conocen. Parece alta, pero de eso va el pasacalle, de confundir, de despistar. Parece que los zancos de considerables centímetros la elevan por encima de los demás mortales con máscaras o sin ellas que tratan de avanzar en medio de una marea humana preñada de desconocidas manos, de piernas invisibles bajo los ropajes en forma de globo. Vestidos imposibles que huyen de una temática predeterminada. Se sienten libres de ir como quieran.
Pero esa mujer del antifaz blanco y ligeramente dorado que se rodea en cabeza y cuellos de cisne parece, de plumas azules y doradas apenas se mueve no la lleva ni la traen, tiene su propio espacio en medio del gentío.
El decorado se mueve hacia la fuente cercana donde osados argonautas tratan de remar en una dirección. La música sube de decibelios y las voces se hacen más sonoras, más vibrantes. Un redoble de teclado en modo oboe parece querer abrirse paso por aquella calle que dejó de llamarse principal, para renombrarse suplente. Desconocidas partituras con pies ligeros que abarcan octavas impensables en la escala de los valores humanos in visibles en aquellos momentos.
Ella desafía a esta sociedad extrañamente carnavalesca con su disfraz de nada y de todo. Se siente desinhibida. Su ego seductor atrae las miradas a poco que te conviertas en observador vestido de harapos coloristas provisto de gafas de visión nocturna.
No ha sido fácil para esta mujer estar allí en el centro de todo conservando un anonimato por dentro y por fuera. No es un rol impuesto por las reglas del carnaval, no es comparsa de nadie, solo es un desafío inteligente e infinito que juega a ser ella misma. Y lo consigue.