Hoy culminamos la Octava de Pascua, ese gran domingo que durante ocho días van mostrando las diversas apariciones del Señor resucitado, como el grupo de los discípulos fue descubriendo la presencia del vivo y resucitado en medio de su vida y de la vida de la Iglesia naciente. Porque esa es la verdadera novedad de la Pascua, el que la esperanza de Israel durante siglos, o de sus discípulos desde que se sumaron a su proyecto en Galilea, se hizo realidad en ese Jesucristo vivo que sale a su encuentro.
Por ello todos los creyentes damos gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.Aunque sería un poco ingenuo, y mucho más en esta complicada situación que nos está tocando vivir, el quedarnos solo en la superficie, el pensar que esto fue algo que ocurrió en el pasado pero que no influye en el “hoy” de nuestras vidas. El centro de la fe cristiana está en la Resurrección del Señor.
Esa “vuelta a la vida” de Cristo transformó la vida de los suyos. De la derrota del Viernes Santo ante su muerte, de la decepción ante su doloroso final se pasó a la predicación valiente de Pedro y del resto de los apóstoles. Un cambio tan profundo solo puede comprenderse desde encuentros como los que hoy nos relata el evangelio de este domingo de la Divina Misericordia. Porque son las apariciones del resucitado que Juan presenta hoy.
La primera el mismo día de la Resurrección, a la caída de la tarde del mismo, cuando el grupo de discípulos temerosos está encerrado por miedo a los judíos. Esa es la Iglesia que se olvida de poner en el centro al Señor, la del miedo, la que clausura sus puertas.Y para superar esos miedos, Jesucristo se presenta con sus llagas, signo de identidad, de unión entre la Pasión y la Resurrección, como las dos caras de una moneda, los dos aspectos que están unidos para siempre en la Redención que nos ofrece. No como algo que nos podemos guardar, sino que nos “obliga” a llevarlo a los demás.
Por eso los envía a todo el mundo, a ser apóstoles de esa Buena Noticia. Pero no estaban todos. Faltaba Tomás, el Mellizo, uno de los doce. Y no cree lo que le dicen sus compañeros. Y desde el dolor lanza esa frase tan conocida: si no lo veo no lo creo, si no toco las heridas de sus llagas no lo creeré. Ante ese órdago, a los ochos días, el propio Jesús lo interpela y le pide que salga de la incredulidad, que toque sus heridas, esas que nos han sanado a todos.
Al reconocerlo Tomás hace la más hermosa confesión de fe de todo el evangelio. En su “Señor mío y Dios mío” está contenida toda la fe de aquel apóstol. Y debería estar contenida toda nuestra fe. Un credo breve pero resume la fe de aquel hombre en su Maestro, cuya pérdida lo había sumido en la desesperación, y a quien ahora ve que ha triunfado sobre la muerte. Aunque es muy interesante la respuesta de Jesús: porque has visto has creído Tomás, dichosos los que crean sin ver. Esos somos nosotros, los que estamos llamados a la fe, más que viendo con los ojos, estamos llamados a ver con el corazón.
Los que estamos recuperando nuestra fe en la humanidad en estos días difíciles, con el ejemplo de tantos hermanos y hermanas que están trabajando por los demás, que se están “jugando el tipo” por la salud de los demás, porque a ninguno nos falte lo necesario. Esa humanidad que la resurrección de Cristo presenta, y que la entrega generosa de tantos hermanos nos devuelve. Dios resucitó a Jesucristo de la muerte porque creía en una nueva humanidad. Esa que estamos viendo en tantos servidores públicos que siguen arriesgando su salud en bien de los demás. Que el Señor les pague su generosidad. Y la sociedad española sepa reconocer su entrega.
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