Soy incapaz de imaginar a la generación de mis padres, cuando ya tenían responsabilidades familiares y laborales, haciendo las chorradas que hoy, en situaciones similares, realizamos casi masivamente. No me los imagino cantando en vídeos grupales, bailando a lo Beyoncé, dedicando tiempo a coreografías en pareja o colocándose pelucas de colores para insuflar ánimos a sus conciudadanos.
No me entiendan mal: nada tengo en contra de la alegría ni del cante o el baile. Es más, soy de natural cantarín y muy tendente al cachondeo.
Sin embargo, –y sin la más mínima intención de juzgar a nadie–, el problema es cuando, sobre la visión de la situación y su resolución se produce una estultización –o netflixación, como la llaman algunos–, que simplifica extremadamente el problema y vacía de responsabilidad al ciudadano medio. El problema no es bailar a lo Beyoncé, –estoy por subir un video a Instagram haciéndolo–: el problema es creer que el ciudadano lo único que puede hacer es eso y dejar de tener presente que, del enorme agujero en el que estamos entrando, sólo vamos a salir con duro trabajo y asunción de responsabilidades.
La Cultura y los valores que en ella se cristalizan son, como siempre, el bastión fijo que sirve de salvación. Un chaval que aprende piano pronto descubre que, para gozar de la lírica ensoñación de una melodía, debe invertir trabajo honesto y duro, dedicación, disciplina y orden: sin ellos, el piano no suene y no hay fruto. Soy un convencido de que eso es lo que nos salvará: el trabajo de todos conforme a nuestros valores. Ni políticos, ni “héroes”, ni gurús sabelotodos pueden hacer nada solos.
Vivimos tiempos en los que las chorradas están sobrevaloradas y eso no es el problema. El riesgo está en no darle a la Cultura y sus valores su lugar principal.