“El sol negro ha salido por los montes de Chuquicamata, que diría Pablo Neruda, para dejarlo todo lleno de cicatrices”. Por aquí, por España, por Madrid las cicatrices están abiertas aún. Fueron construidas las residencias para resguardar a personas queridas. Fueron levantadas para que todo fuera transparente y a la vez crearan un espacio de privacidad y cómodo retiro, refugio para los cansados hombres y mujeres de edades que ya, habiendo subido las montañas de la existencia, quieren gozar de unas vistas sosegadas, tranquilas.
Se diseñaron en el interior, caminos y techos con afán de cobijo y seguridad para los hombres y mujeres que rememoran vida y recuerdos en un rincón de un pasillo, en un banco del paseo cotidiano bajo las nubes pálidas de un invierno casi irreal, en el que se mezclan los olores cálidos de las hojas bajo la lluvia con los fríos de las innumerables trepadoras del jardín que rezuman lágrimas de impotencia.
Ladrillos que cuentan y escuchan historias de unas vidas irrepetibles, únicas. Ellos y ellas que no pensaban lidiar con nada más en esta vida que la visita de familiares o amigos en un día especial, se encontraron con un enemigo mortal, cruel y un desolador panorama.
Se sintieron abandonado desde el exterior no comprendían, ni comprenden porque han caído en el olvido. Los setos del jardín se han convertido en salvajes depredadores. La vida se escapa en soledad descarnada.
Llegan ecos de diligencias penales, de pesquisas a la presidenta Ayuso, la presidenta de Madrid, denunciada ante el Tribunal Supremo. ¿Qué ha ocurrido ¿Lo sabremos algún día? Espero que sí. Por ahora opacidad de datos en todo el territorio patrio.
Primero el respeto a los 14.000 hombres y mujeres que murieron en esta pandemia en estas casas de cristal, que de pronto se volvieron tan frágiles y vulnerables y segundo e importante no apagar las voces de los vivos.