“El silencio es música, al menos tanto como los sonidos, quizá más. Si quieres entrar en el corazón de mi música, busca entre los vacíos, entre las pausas”. Ennio Morricone.
Sonaba una trompeta. Un deje de tristeza en el ambiente romano. Alguien como el mismo pensaba las historias y componía música para ellas. Con su batuta y sus partituras caminaba este hombre de estructura tímida, de imagen casi invisible, caminaba allá donde un oboe creara una Misión en plena selva. Recuerdo, esta imagen y me sobrecoge. Comprobar que la música, su música no tenía fronteras, no sabía de épocas no entendía de conquistas sangrientas porque no percibía la distancia entre los seres humanos.
No puedo ver avanzar a Los Intocables o a El Clan de los sicilianos sin verlos protegidos por la banda sonora forjada en hierro dulce. Tejados parisino y caídas al vacío, carreras frenéticas por la Rive Gauche, pasos cautos, otras vidas en medio de las reales de las normales, de las cotidianas.
Amor absoluto a la música. Maestro de los maestros, sonrisa tímida que viajaba en una partitura mítica hasta América para contar otra historia soberbia. Brillante y emotiva, Cinema Paradiso. Revolución de violines, música y cine. Trabajo incansable. Desiertos tallados al son de flautas traveseras y disparos al aire envueltos en ponchos míticos que olían a humo de cigarros mordidos ante miradas escrutadoras de oeste legendario.
El fondo de la noche gira entre cipreses y llora oscuro sin saber que Por un puñado de dólares surgió lo mítico. Bulle en la memoria sonidos y sones de silencios mojados en compases de tambores bajos que redoblan al unísono mientras una voz de soprano se eleva sobre las colinas del olvido, sobre las versiones inmensas de la vida de la música, sobre las partituras de cientos de películas que se convirtieron en obras maestras porque un maestro las componía, las tocaba, las dirigía. Hoy el bueno el feo y el malo, se quedan más solos que nunca. Silencio, compone un genio.