Dicen los cuentistas que los escritores de cuentos leemos a otros escritores de cuentos. Puede ser. No sé si los mejores caminos son aquellos en los que uno se pierde y se halla y se enfrenta a lo desconocido como en el título encontrado de Rebecca Soinit, El arte de perderse, uno de sus mejores ensayos.
Perdidos se hallan los humanos habitantes en medio de esta bajada de nuevo a los infiernos de la realidad vírica. Perdidos mientras en la Luna se encuentran vestigios de agua. Las rutas las conocemos, otra cosa es que se cumplan las reglas de esos caminos que se abren ante nosotros más bien con desaliento de anochecida. No queda otra dirección si queremos salvar la cordura, si queremos de verdad traspasar este despropósito.
Lo que ayer era desconocido, un camino que surgió de la nada, hoy nos trae un poco de conocimiento que no aprovechamos. Somos seres que a los que nos gusta estar juntos y algunas veces en grupos numerosos, no tan apiñados como los granos de arena, como las piedras de un muro, como las hojas de un árbol. Nos gusta la multitud, somos seres sociales. Pero en medio de estas diatribas, como torrente de agua helada, se nos pide soledad y aislamiento.
En los cuentos hay casas solitarias en medio de un gran bosque. Hay pueblos perdidos en alguna novela en los que no habita nadie. Hay islas independientes sin conexión alguna en las que una sola luz humana vive en destierro salvaje y se llama Robinson.
Rutas sin cobertura legal, sin lenguaje de pandemia, con horizontes salvados por la campana que agita una sola bandera en el mástil olvidado de un barco pirata sin piratas, sin capitán intrépido, que surque los mares porque también los océanos están bajo toque de queda. Heridas del destino que nos acompaña estos días escritas con lenguaje real que no imaginario.