A Jesús le salió un discípulo nocturno: Nicodemo. Y él lo atendió. El evangelio del cuarto domingo de Cuaresma recuerda el final del diálogo que mantuvo con ese discípulo. Jesús le cita el pasaje en el que Moisés acude a Dios porque el pueblo está muriendo a causa de las serpientes del desierto. Y Dios le dice que haga una serpiente de bronce y la eleve sobre un mástil, para que que la miren y no mueran.
Nicodemo conocía esa historia, pero no lo que añadió Jesús: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tendrá que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”.
Y Jesús le afirma que él también será alzado en alto. Al tiempo que lo prepara para que, cuando eso acontezca, recuerde que se lo había anunciado y siga creyendo.
Con lo que, hoy, Jesús nos invita a que miremos el signo de la salvación, la santa cruz. Que miremos la suya y la de cada uno. Quizá alguien pueda decir: no todas las cruces son iguales.
Y es verdad. Hay cruces inevitables, como las que se derivan del trabajo, el clima o la edad… Cruces que cada uno ha de asumir con la mayor elegancia posible y hacer de ellas medios de santificación.
Hay cruces que nos endorsan otros, como una calumnia, un engaño, un quedarte aislado… Cruces que cada uno ha de evitar en lo posible.
Hay cruces que nos atrapan, como la droga, el juego, el poder, la envidia… Cruces contra las que hay que luchar. Hay cruces de temporada, como unos exámenes, una enfermedad, la asunción de un compromiso… Cruces a las que hay que mirar de frente, para emplear todos los medios y no hacerlas más crueles y pesadas.
Y hay cruces con las que debemos cargar con alegría, porque son salvadoras: la cruz del que procura que el otro no tenga cruz; la del que ayuda al prójimo a llevar su cruz; la del que se mortifica por no mortificar; la del que sufre, sencillamente porque ama… Esas son, sobre todo, las cruces que dan vida y salvan.
A unos pequeños se les pidió que definieran el amor. Un crío de cinco años dijo: “Dios debería haber dicho unas palabras mágicas para que los clavos se cayeran de la cruz, pero no lo hizo, eso es amor.”
Y san Juan de Ávila decía: “Este orden tenéis en el mirar, que primero os miréis a vos, después a Dios y después a los prójimos”. Invito a que hagamos ese ejercicio: Mirémonos a nosotros. Miremos nuestras cruces de frente… Después, miremos el amor de Dios que nos ha entregado a su Hijo. Y miremos al Hijo en la cruz recordando lo que anunció: “así tendrá que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”. Y tras esto, miremos a los demás y veamos cómo podemos ayudarles a llevar sus cruces.