El ministerio de Jesús está centrado, desde el comienzo, en el anuncio del Reino de Dios, esa realidad misteriosa que las parábolas de las semillas el pasado domingo nos presentaba el propio maestro de Nazaret.
Pero los primeros momentos de su ministerio y de su predicación no fue tan sencilla como tampoco el crecimiento de la fe de sus discípulos en Él fue algo sencillo. Lo escuchaban con gusto y su atractivo personal los había ilusionado, hasta el punto de seguir su invitación de convertirse en sus discípulos. Estaban sorprendidos de lo que hacía y decía su Maestro. Y del “éxito” que esto tenía pies la gente lo escuchaba con gusto.
Jesús era un maestro itinerante, y su primera actividad se sitúa en torno a las ciudades que había a orillas del Mar de Galilea. Por eso no debe sorprendernos que les pidiera a aquellos pescadores que formaban su grupo de discípulos, que lo llevaran a la otra orilla.
Todos tenemos en nuestra memoria la imagen tranquila y relajante de un lago. Ante las muchas actividades de cada día, su contemplación nos sosiega, llena de paz nuestro espíritu. Eso parece ocurrir también el lago de Galilea. Y sin embargo, los evangelios nos citan diversas tempestades en Él.
Quienes hemos tenido oportunidad de visitarlo en alguna ocasión, igual hemos sido testigos de ello, como de la tranquilidad del Lago se pasa de repente a una tempestad gracias a su peculiar orografía que lo deja a merced de los vientos.
Cuando eso ocurre en el evangelio, lo que sorprende es que Jesús se había echado a descansar, estaba dormido. Una imagen curiosa, pues no es muy frecuente. Pero ese hecho llena de desasosiego a sus discípulos. Como a veces nos ocurre a nosotros en nuestras vidas, pues ante las dificultades o la sucesión de malas noticias, parece como que nuestro Dios se hubiera dormido, como si no escuchara nuestras súplicas antes las situaciones duras que a veces se presentan.
Eso pone en nuestro corazón y en nuestros labios la pregunta que brota espontáneamente de la boca de los discípulos de Jesús: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?”Ante las situaciones difíciles y que parecen que apagan nuestra esperanza, aparece nuestra desconfianza, nuestra falta de fe. El verdadero problema es que esa desconfianza termina, muchas veces, por paralizarnos, también hoy, a los seguidores de Jesús.
Ante esta posibilidad, necesitamos recordarnos que a Jesús le importa la suerte de sus discípulos pues no le hemos escogido nosotros, sino que Él nos ha elegido libremente y siempre presta atención a nuestras dificultades.
Esa certeza, oscurecida a veces por los oscuros nubarrones de la realidad, hace que nos sorprenda una actuación como la que dice hoy el evangelio: se levantó increpó al viento y cesó la tempestad: “¿Quién es éste a quien el viento y las aguas obedecen?”
Esta segunda pregunta revela el camino que ha de conducirnos a los creyentes de hoy. También en las dificultades actuales hemos de aceptar a Jesús como Señor y anunciar su presencia en el mundo. En Jesús se manifiesta la fuerza de Dios, esa que pone límites al mal que nos rodea.
Así no debe sorprendernos que Jesús les eche en cara a sus discípulos, la falta de fe. Después de todo lo que hemos vivido contigo, tampoco nosotros deberíamos dudar de ti y de tu palabra. Pero por desgracia nuestra fe es pobre. Y ante las primeras dificultades, muchas veces puede “hacer agua”. Por eso nuestra suplica debería ser algo parecido a esto: Señor Jesús, tú conoces las amenazas que encontramos cada día en nuestra navegación. Pero saber que tú viajas con nosotros alienta nuestra confianza. Ayúdanos a estar siempre contigo, a sentir siempre tu bendición en nuestra vida. Amén.