Como si de un verso se tratase, como si las estrofas y las rimas se deslizaran hacia un espacio abierto a la pereza y en ángulo recto cruzado con el ruido insoportable del tráfico. Un exterior que es como una calle larga, aunque realmente es una plaza sin nombre por extraño que parezca. Alrededor de este lugar de camino sombreado, se reúnen árboles centenarios y se alternan en cuartetos y tercetos como si de un soneto se trataran, a veces con una rima verdosa y azulada como la retórica de un verso alejandrino.
Es una plaza carismática y ella lo sabe. Escalones de acceso que suben y bajan, farolas que iluminan la noche. En una de esas estrofas que no fueron fallidas porque el poeta de su diseño lo proyectó hasta la perfección. Hay una fuente que sin pretensiones y sin pretenderlo, ocupa un espacio entre dos bancos de rejas cruzadas envueltos en florecillas de un morado incierto que nos recuerda las flores que a sus pies llevan los Cristos de manos atadas. Farolas de hierro que escondidas entre hojas recogen los sonidos del otoño sin rituales previstos.
Furtiva la plaza de la ciudad, se adormece con el sol del mediodía. Se adivina el lecho del río al otro lado de la plaza y es entonces cuando imaginas que el agua fluye hasta los pensamientos dormidos para despertarlos en medio de los jaramagos que lo pueblan esperando ansiosos que alguien desbroce su camino para no ahogarse en las primeras lluvias que ya van sonando en otoño.
No tiene nombre, así que la plaza no se siente esclava de una placa pegada o atornillada en alguno de sus bancos o de sus muretes. Nada de nombres de políticos de izquierdas o derechas, ni de algún torero de otra época, ni siquiera del alcalde que un día abrazó un niño porque quedaba bien en la foto. No hay nombres de músicos, literatos de pro, santos o navegantes para esta plaza, que advierte,que no tener nombre de nada ni de nadie, la convierte en ella misma.