En el camino de Jerusalén, camino de su pasión. Los hijos del Zebedeo, tan inoportunos, piden los primeros puestos. Los demás se enfadan con ellos y Jesús les dice que el servicio es la suprema ley de su reino.
Y en ese camino atraviesan Jericó, donde hay un ciego pidiendo limosna al borde del camino. Quien oye que Jesús se acerca. Y se pone a suplicar diciendo: “Jesús, hijo de David, ten compasión de mí”.
El ciego grita. Pero, ¿y nosotros? ¿Cuál es nuestra ceguera? ¿Acaso la oscuridad de nuestro corazón? Pues gritemos: –¡Señor, Jesús, ten misericordia de mí pecador!, como oraban los primeros cristianos–.
Aunque no siempre es fácil mantenerse en la súplica, pues hay muchos que quieren apartarnos de ella. El evangelio dice que “muchos regañaban al ciego para que se callase”. La fe supone vencer las tentaciones, supone luchar contra las fuerzas adversas que quieren apartarnos de la oración y de la escucha del que está viniendo siempre.
Y el ciego, mientras más le pedían que callara, más gritaba: “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!” Y es que la oración, aunque no sepamos cómo, siempre llega a los oídos del Señor. Y el Señor se detuvo y dijo: “Llamadlo”. Y los otros, se acercan al ciego y le dicen: “¡Ánimo, levántate, que te llama!” Los otros también pueden ayudarnos a nosotros. Pues en el camino de la fe, todos necesitamos de todos.
Y los otros, que pueden ser nuestros catequistas, comunidad, cofradía, grupo de oración, clase de teología, consejos de nuestros hermanos y hasta de los que ocasionalmente nos dan una palabra o ejemplo. Dios siempre se está valiendo de los otros, para que nos abramos a él y hagamos como el ciego Bartimeo, que al oír que le decían: –“¡Ánimo, levántate, que te llama!” Dio un salto, tiró el manto y se acercó a Jesús con confianza–.
Dios nos llama, pero hay que soltar el manto, dar el salto y acercarnos a él con confianza. Y eso ha de hacerlo cada uno.
Y entonces surge el diálogo con Jesús: “¿Qué quieres que haga por ti?”, –le preguntó–. Y él dijo: –“Maestro, que pueda ver.”–.
Maestro, que podamos ver. Porque tenemos ojos y no vemos. Porque nuestro corazón está ciego. Porque tenemos oídos y no oímos tu palabra. Porque tenemos pies y permanecemos sentados al borde del camino.
Y Jesús le dijo: “Anda, tu fe te ha curado. Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino”.
Ojalá el Señor pueda decir hoy a cada uno de nosotros:
“Anda, tu fe te ha curado”. Y ojalá nosotros le sigamos por el camino, el camino que él lleva, el camino que conduce al servicio supremo, ese es nuestro distintivo.
Por eso, hoy, Día del Domund, no olvidemos que si el servicio es nuestro distintivo, la misión constituye “un compromiso irrenunciable y permanente”. para todos los cristianos. Para nosotros. Lo que quiere decir que somos cristianos en tanto en cuanto seamos misioneros.