Queridos hermanos: ¿Se puede medir la fe? Escuchando a algunas personas, en ocasiones parece que sí, que es una realidad mensurable. Y que además, por nuestros méritos podemos aumentarla, que depende de lo que hagamos o de lo buenos que seamos. O que creen que esa fe Dios se las ha dado de una vez para siempre. Felices ellos que lo viven así. O que ilusos, vaya.
Porque toda persona es una criatura que está creciendo continuamente, siempre está “en construcción”, en un aprendizaje que comienza antes de nuestro nacimiento y que continúa, con altos y bajos, durante toda nuestra existencia. Especialmente, en un campo como este de la fe en Dios.
Esa súplica de «auméntanos la fe» que hacen los discípulos al Maestro de Nazaret, nos muestran que eso es un profundo anhelo en la vida de los creyentes: siempre necesitamos que la gracia de Dios inunde nuestra vida. Y nuestra experiencia nos dice que cada día más. Por supuesto.
Porque la fe es una de esas cosas realmente importantes, realidades que no tienen precio. Y ahí precisamente radica su valor, son cosas que valen porque son un regalo de Dios y no porque nosotros creamos que las podamos conseguir comprándola o con nuestros méritos, como el hombre y la mujer contemporáneos piensan que pueden conseguir todas las cosas.
La muerte redentora de Jesús en la cruz nos regala la salvación. Ante ese don todos estamos siempre en deuda. Como decía el salmista ¿cómo te podré pagar, Señor, todo el bien que me has hecho? (Salmos 116) Realmente es imposible. Hay una tremenda desproporción entre lo que Dios nos da y lo que nosotros podemos ofrecerle.
Además la fe es una realidad muy rica y posee muchos aspectos, como el ser un regalo de Dios como acabamos de indicar. O ser capaces de creer en lo que no se ve, como Abraham cuando fue capaz de dejar atrás todas las seguridades de su tierra, su «zona de confort» como se dice ahora, para ponerse en camino sólo porque Dios se lo pedía.
También es conocer lo que Dios ha ido revelando poco a poco en la historia, hasta que esa revelación progresiva y parcial se convirtió en Historia de la Salvación. Proceso que llegó a su momento culminante cuando esa Palabra se hizo hombre en Jesucristo, en la Encarnación de su Hijo amado.
Pero además de esa fe de «cabeza», de la razón, está la fe del corazón, la que realmente impulsa a las personas a actuar cada día. Es una realidad dinámica que nos impulsa a no quedarnos cruzados de brazos, pues las obras son amores y no buenas razones, como nos recuerda el refrán castellano.
Porque esa es la otra gran llamada del evangelio de este domingo. Ser cristiano y cumplir la voluntad de Dios no es algo de lo que debiéramos sentirnos orgullosos, presumir de ello. En lugar de llenarnos de vanaglorias humanas, nos recuerda nuestra responsabilidad, esa que como criaturas nos lleva a colaborar con la obra del Creador. Nos toca trabajar con humildad, ya que debemos llevar a cabo todas nuestras obligaciones, pues somos pobres siervos que deben trabajar, sobre todo, para hacer presente el “Reino de Dios” en medio de la Humanidad.Ojalá al final de nuestra vida, ante ese «examen final» de amor que “al caer de la tarde” anunciaba San Juan de la Cruz en su poesía, en nuestras manos podamos presentar a Dios la satisfacción del «deber cumplido», de haber sabido ser instrumentos de su amor para todos nuestros hermanos. Feliz y santo fin de semana para todos, y que Dios os bendiga.