Pasadas ya la solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de los Difuntos, podemos decir que se acerca una vez más el final del año litúrgico, como ya sabemos el año litúrgico no tiene las mismas fechas que el año natural, mientras que el año nuevo siempre es el 1 de enero, el comienzo del año litúrgico es siempre el primer domingo de Adviento, que este año será el domingo 1 de diciembre, por lo tanto estamos a punto de terminar lo que en liturgia se llama tiempo ordinario que iniciamos allá a finales del mes de junio, y comenzar el tiempo fuerte de Adviento, que nos prepara para el nacimiento de Jesús.
Por estas fechas la liturgia nos hace plantearnos unas preguntas serias sobre el final de los tiempos, la escatología, y como telón de fondo, sobre el sentido de la vida y de la muerte. Y la verdad es que más de una vez es oportuno plantearse este tipo de preguntas.
No suele ser el pensar sobre la muerte un tema fácil, es más bien molesto y lo intentamos aparcar siempre que podemos. Todos hemos vivido acontecimientos que nos han puesto ante esta realidad y sabemos lo duro y difícil que es la vivencia de la misma. La filosofía cuando reflexiona sobre este hecho, reconoce la existencia de muchos interrogantes, de muchas preguntas que pueden quedarse sin respuestas la mayoría de las veces.
Desde nuestra fe ¿qué podemos decir? Lo primero es recordar las palabras de la Escritura: no podéis afligiros como los hombres sin esperanza… nuestro pararnos ante la idea de la muerte tiene que llevarnos a una reflexión distinta. Hay que partir de un hecho que no podemos olvidar, que nuestra vida tiene fecha de caducidad, esto es una realidad que hay que asumir y aceptar, no somos eternos.
Quien sabe colocarse ante la muerte sin cerrar los ojos, descubre la otra cara de la moneda: la vida. Es decir, cuanto más reconozco mi caducidad, tengo que amar más la vida que me queda por vivir, vivir cada día como si fuera el último de nuestra vida debe llevarme a la convicción de que cada día es una nueva oportunidad de hacer el bien, de trabajar por construir un mundo mejor, donde intentemos hacernos la vida un poco más feliz los unos a los otros.
Esta reflexión, que está muy bien, y que solemos aceptar sin muchas complicaciones va siempre acompañada de que ante la muerte y el dolor siempre nos quedará el ¿por qué?, sobre todo en determinadas circunstancias, pedimos explicaciones que no solemos encontrar, el misterio vuelve a desbordarnos, y muchas personas ante esta pregunta, sienten la lejanía de Dios, y les cuesta mucho reconocer su presencia cuando esa realidad se hace más dura. Seguro que conocemos ejemplos concretos.
Posiblemente no encontremos una respuesta que nos convenza, y los interrogantes quedarán ahí presentes sin una solución definitiva. En el fondo, cuando no encontramos esa respuesta acertada, es porque nuestra fe es frágil, no es lo suficientemente profunda para saber reconocer a Dios en las situaciones límite. Nuestra comprensión ante estos casos debe ser tan generosa, como para comprender la debilidad humana ante esta problemática.
Señor, aumenta nuestra fe también en esos momentos en los que nos cuesta más descubrirte, en los que nos cuesta tanto reconocerte, en los que nos cuesta más sentirte a nuestro lado, en los momentos de dolor, soledad y muerte.