Un año más comienza la Semana Santa. La semana de los hermanacos, las saetas, las bandas… y lo hacemos con esta celebración del Domingo de Ramos en que se mezclan sentimientos contrarios.
Por un lado, al inicio de la misa, se hace la procesión de Ramos en que alabamos y cantamos a Jesucristo como Rey. Por otro, enseguida pasamos a la lectura de su Pasión y Muerte. ¡Menudo cambio! Y qué rápido… Pero es que fue así.
La última vez que Jesús entró en Jerusalén lo hizo así, aclamado por una multitud rendida a sus pies que lo quería como rey: Al día siguiente, la gran multitud de gente que había venido a la fiesta, al oír que Jesús venía a Jerusalén, tomaron ramos de palmeras y salieron a su encuentro gritando: «¡Hosanna!¡Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel!» A los cuatro días: Pilato volvió a dirigirles la palabra queriendo soltar a Jesús, pero ellos seguían gritando: «¡Crucifícalo, crucifícalo!».
Al mismo que aclaman, después lo cogen, lo atormentan, lo humillan, lo matan y queda en el sepulcro. Nosotros ya sabemos que después viene la victoria, la resurrección, pero si alguien que no cree o no conoce la historia de nuestro Señor, estuviera aquí con nosotros, seguramente diría: menudo fracasado. Muy majo, muy bueno, pero un gran fracaso.
A pesar de esta posible confusión la Iglesia no tiene inconveniente ninguno en presentar el breve triunfo de los Ramos y después el largo proceso de la Pasión. ¿Por qué? Ya lo decía San Pablo: Nosotros predicamos a Cristo crucificado; para los judíos, escándalo, para los griegos, una necedad; pero para los llamados en Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios.
La Iglesia no tiene inconveniente en presentar unidas ambas cosas porque mira esto con ojos de fe. Con ojos de fe la cruz no es un fracaso, sino un triunfo. Porque cuando las cosas se ven con los ojos de la fe el verdadero triunfo no está en la breve gloria humana del domingo de Ramos, ni tampoco en el éxito y la aclamación de ese día, sino en la larga humillación sufrida por Dios en la cruz. El triunfo está en el hecho de que Dios por amor accede a morir igual que nosotros para que cada uno de nosotros podamos resucitar igual que Él.
Vamos a celebrar durante esta semana los misterios centrales de nuestra fe en el Triduo Pascual que, como si fuera una sola celebración, nos lleva de la Pasión a la Resurrección. Vamos a detenernos en la Cena del Jueves Santo, donde el Señor instituye la Eucaristía y el sacerdocio y donde nos enseña a servir con ese ejemplo del lavatorio de los pies: el Maestro lavando los pies a los discípulos, Dios lavando los pies al hombre.
Vamos a pararnos también en la crucifixión y muerte viendo hasta qué punto Dios mismo se ha entregado por nosotros: nadie tiene amor más grande que aquél que da la vida por sus amigos. Él dio hasta la última gota de su sangre.
Vamos a vivir también ese espacio de tiempo que medió entre la Muerte y la Resurrección, es decir, vamos a intentar, en la medida de nuestras fuerzas, experimentar lo que experimentaron los Apóstoles tras la muerte del Señor. Por eso el sábado santo no tendremos Eucaristía y nuestros sagrarios estarán vacíos, porque el Señor muere en viernes santo y hasta la resurrección sólo nos queda contemplar la cruz, el cuerpo llagado del Señor y el sepulcro. Vivir como si no tuviéramos al Señor con nosotros.
En todo esto trayecto nos ponemos en el lugar de la Virgen María para vivir desde su corazón de Madre todo esto que le pasó al Señor y que ella también padeció.
Y por supuesto vamos también a participar de la alegría de la Resurrección, que es el acontecimiento que da sentido a todo. Sufrimiento y muerte serían completamente absurdos si el Señor no hubiera resucitado.