Unos catorce años tenía Albert Espinosa cuando fue ingresado en el hospital; casi el mismo tiempo que ha transcurrido desde la publicación de su libro “El mundo amarillo”. Desde ese momento y sin dejar su internamiento diez años le esperaban con pruebas médicas y operaciones motivadas por un madrugador cáncer de huesos que provocó en él la pérdida de una pierna, un pulmón y un buen trozo de hígado. Todos los porcentajes de supervivencia, que apenas llegaban al uno por ciento, iban en su contra, pero su tesón, la buena suerte, el positivismo de su “madre hospitalaria” o tal vez todo junto han hecho de él uno de los personajes más conocidos del momento como guionista, director de cine y escritor.
Ahora lo va a ser mucho más con el estreno de El Camino a Casa, un programa de la Sexta donde cada jueves una persona famosa rememora cómo eran sus vivencias y emociones en el trayecto que separaba la escuela de su propio hogar. Corresponden a momentos que el autor no había experimentado como consecuencia de su enfermedad y por tanto a situaciones añoradas por él mismo al no haber podido tener ese sentimiento.
Intensa y a la vez dura la historia de Albert Espinosa cuya adolescencia nos llega en cierto modo reflejada al escribir un guión teatral que sería el germen de la película de Antonio Mercero Planta 4ª, en la que el actor Juan José Ballesta interpreta a su personaje. Lejos de amedrentarse, su constancia le permite titularse como ingeniero industrial sin dejar de escribir hasta ahora once libros y varias obras más para las artes escénicas, además de guiones de series y películas. Toda su obra con un mismo hilo conductor “la vida va de transformar las pérdidas en ganancias y de nunca dejar de creer en los sueños”.
Leyendo esta semana “El mundo amarillo” (Grijalbo, 2010), uno parece que empieza a descubrir y dar importancia a lo que Espinosa llama “los amarillos: personas que en algún momento se cruzan en nuestras vidas, como un nuevo escalafón de la amistad, y que con una sola conversación pueden llegar a cambiarte la visión que con anterioridad tenías de los problemas. Gente buena por definición que no se busca, pero que el destino lanza a tu encuentro. Con sus defectos, con sus virtudes parece ser que estos amarillos a menudo son necesarios en nuestra existencia. Y es que siempre ocurre que en los cielos más oscuros es cuando se pueden ver mejor las estrellas, en los momentos más bajos donde suelen aparecer las personas que te ayudan a darle un soplo a la vida.
Soplar, una palabra tan poco valorada en nuestro vocabulario, pero que uno no deja de asociarla a ese amor que se intensifica cuando un ser querido sopla las velas en su cumpleaños, o en la ilusión que percibimos cuando soplamos pequeñas cosas al viento y hasta en el cariño de nuestra madre cuando en nuestra niñez soplaba nuestra herida. Soplar es nuestra madre cuando de niños nos soplaba en las heridas.
Y es que, al fin y al cabo, los amarillos no dejan de ser esas personas maravillosas que soplan con vehemencia nuestras llagas. Siempre hay alguien que marca las diferencias y te hace ver que lo peor de este mundo es sentirse incompleto por culpa del miedo. Para esos momentos bajos que a veces experimentamos, soplos amarillos de valor, ilusión y suerte.