Me siento a gusto cuando entro en la Feria del Libro un lugar en el que me hallo a salvo de la anarquía y el desconcierto, que diría Carlos Marzal. La humedad que del mar salía, llegaba como en remolinos invisibles hasta las casetas en donde el gentío se agolpaba alrededor de todo tipo de literatura, desde la infantil a la histórica, de los comic a los libros de viajes, líricas estructuras, ensayos barrocos o fantasías galácticas.
Aplausos acogedores, cálidos, de papel a pie de página, de letras en negrilla y espacios en blanco que se sentaban o se recostaban en los bancos de piedra de la Plaza de la Marina. Pies vestidos de sandalias de playa o de botines de cuero ilustrado, de deportivas cansadas de cordones opresores, de zapatillas aladas llenas de imaginación.
Cabalgata ceremoniosa, visita de una ventana a otra, de un nombre a otro de una portada a otra intuyendo que el corazón late más deprisa cuando pasa camuflado entre libros, editores y escritores que tratan de llegar, a pesar de la distancia del mostrador, a aquellos posible lectores o lectoras que aún no conocen sus historias, a aquellas almas perdidas en los laberintos del lenguaje través del cual ponemos nombres, adjetivos o verbos a todo aquello que se nos cruza por delante.
Es como una erupción de morfemas, sintaxis, raíces y afijos, lexemas, morfemas… que son la base real de nuestra existencia escrita. Todo se mueve inquieto y cambiante. Centelleos mágicos bajo el sol de la mañana y de la tarde, sobre las sombras primeras del atardecer que contrastan ensimismadas sobre las cabezas cubiertas con gorras o sombreros o descubiertas y desafiantes. El viento siempre hace su aparición para no perder la oportunidad de levantar alguna hoja seca caída de los árboles cercanos que, como aves migratorias, emprenden remolinos de huida hacia lo desconocido, hacia los misterios insondables de la escritura, hacia las mentes claras que se sumergen en la lectura.