En 1895 estalla la guerra de Cuba y el gobierno español envió tropas a la isla para sofocar la rebelión de los cubanos que dirigidos por Maceo y con el apoyo de EE UU pretendían separarse de la influencia española.
Los cubanos iniciaron una guerra de guerrillas y lo que parecía fácil se convirtió en una guerra infernal. Los guerrilleros cubanos apenas si se enfrentaban directamente a nuestras tropas, se limitaban a hostigar continuamente a sus enemigos utilizando como arma principal la sorpresa. Expertos conocedores del territorio, atacaban cañizos y peñas quedando fuera del alcance de sus oponentes.
Las tropas españolas caían continuamente en las numerosas emboscadas preparadas por los guerrilleros. La isla se llenó de cadáveres y el desconcierto y el desánimo cundió entre los españoles, temerosos de que en cualquier cañizo o en cualquier roca, estuviese escondido alguno de sus enemigos presto a disparar contra él.
Según cuenta la leyenda, en una de las muchas expediciones llevadas a cabo por los militares españoles, los guerrilleros diezmaron y dispersaron a una compañía entera y los pocos supervivientes, quedaron perdidos en la montaña.
Entre los soldados con vida, se encontraba un antequerano que vagó desorientado varios días entre la montaña. El calor era intenso y, falto de comida y agua, el hambre y la sed lo mortificaban. En su ánimo pesaba el convencimiento de que, a menos que ocurriese un milagro, su muerte era segura. Finalmente, agotado, cayó exhausto al suelo y, con un supremo esfuerzo, dirigió los ojos al cielo y musitó una plegaria: “¡Virgen santísima, socórreme!”.
Una vez concluida su oración, cerró los ojos y se entregó, resignado a la muerte. En aquel instante sintió una mano suave en su nuca que incorporaba su cabeza con gran delicadeza, y, en sus labios, el sabor inconfundible del agua. Bebió ávidamente y abriendo lentamente los ojos vio ante sí una bellísima mujer que lo miraba con una inmensa ternura. La mirada de aquella mujer estremeció su corazón y, casi silabeando, preguntó:
-¿Cómo os llamáis, señora?
-Me llamo Socorro.
-¿De dónde sois?
-Soy de Antequera.
-¡Yo soy también antequerano! Decidme, señora, ¿en qué parte de Antequera vivís?
-En la plaza del Portichuelo.
En aquel momento se sintieron voces y aparecieron varios soldados españoles que acudían en auxilio del soldado antequerano. Éste desvió un instante los ojos hacia sus compañeros y cuando volvió, nuevamente, la mirada para dar gracias a la señora, ésta había desaparecido. Indagó entre sus salvadores por si alguno la había visto, pero todos respondieron que no habían visto a nadie.
Pasaron los años, la guerra terminó y aquel soldado volvió a Antequera. Convencido de que lo que le había sucedido no era producto de una alucinación, se dirigió a la plaza del Portichuelo con la intención de demostrar a su salvadora. Más por mucho que preguntaba y daba las señas de aquello mujer, nadie decía conocerla. Entristecido y desorientado, se dirigió a la pequeña Capilla existente en la Plaza y entró para dar las gracias a la Virgen por el milagro que se le había concedido. Alzó su mirada hacia la Virgen del Socorro y quedó petrificado. Tal era el asombro que, acercándose una mujer, con curiosidad, le preguntó:
-¿Qué os pasa, soldado?¿A qué viene este gesto sorpresa?
A lo que el soldado, saliendo de su mutismo, respondió, señalando a la Virgen:
-Esa fue la señora que me salvó la vida, cuando me encontré perdido y desorientado.
(Versión de Miguel Fernández Rodríguez)